Opinión

Todavía un héroe

Las sombrillas. La arena blanca. Las tumbonas. El mar esmeralda. El lujo de unas vacaciones ganadas honradamente. La calma de ver llegar el verano. Vayámonos en junio, cariño, que estará más tranquilo y barato. Vayámonos las dos últimas semanas. Los dos. Los niños se quedan con mis padres. Necesitamos descansar. Nuestro tiempo. Dibujar en el cielo azul nuestras promesas de felicidad. Las olas resbalan en la orilla y se desvanecen con suavidad hasta desaparecer absorbidas por la arena. El termómetro, treinta grados. En las tumbonas británicos y alemanes. Relajación. La mirada al Mediterráneo. En el frontal, el sur de Italia. Rebasado el cabo, las islas y la costa española. A sus espaldas termina el paraíso, se abre a lo lejos el dolor y las tinieblas africanas.

Matthew y Sarah contemplan los catamaranes, las embarcaciones. Las tumbonas bien pegadas. Que no corra el aire. Él, 30. Ella, 26. Los niños, lejos, con la familia de Sarah. Tegan, siempre sonriente, con su trenza rubia y sus seis años de bendita inocencia. Kaden, 14 meses de felicidad, solo felicidad: la que guarda y la que regala. Ambos, lejos del amor de sus amores, pero disfrutando de la tierna libertad de los abuelos. Esperan cada noche el regreso de papá y mamá. Cada día, uno menos. Cada noche lanzan besos a las estrellas en la ventana, para que los recojan en Túnez, que no saben ni dónde está. Y qué más da, piensan, si los besos que se lanzan de madrugada llegan a todas partes. Y tienen razón. Y duermen en paz.

La pareja entrecruza sus dedos y se aprieta las manos. Se besan y se sueñan. Van a casarse. Que sea para toda la vida. Por nosotros y por los niños. Como ellos, tantos, en el precioso hotel Imperial Marhaba. Niños, jóvenes y jubilados celebrando la vida. Recién casados. Tantos lienzos por escribir. Tanto por amar. Pero vivimos en una burbuja de sal y arena, y no sé por cuánto tiempo. El mal, el mal, es el mal. El mal quiere atravesarnos con su daga. El odio quiere odio. Y viste de negro. Y no tiene nada de hombre.

Todas las caras del mal son iguales. Despreciables, sucias. El mal es un demonio de muerte que quiere robar almas. Se vista de lo que se vista. El mal es un monstruo, un conjuro de asco, un disparo de náuseas. Y así, la lógica asesina del diablo recorre la playa con su kalashnikov escondido en una sombrilla. Ha llegado en una embarcación, como tantos otros. Los bañistas han seguido el atraque. Los gestos de calma. Porque este mal es tranquilo. No está enfermo. El mal sabe que lo es y tiene una nube negra en la conciencia. Y así ha desembarcado, con su pantalón corto, su ademán de timidez, y sus marcas del luto en las ojeras. Mira desde el fondo de su odio, que no de su locura, a los bañistas. Pasea por la arena con esa pesada sombrilla repleta de muerte y el mar borra discretamente sus huellas en la orilla. Armonía. Silencio. Un abuelo llama a sus nietos. Una joven belleza irlandesa pasea su brillantez pelirroja al sol, su piel blanca dorando sueños, y una estela de amor platónico en los ojos verdes.

Tiempo de paradojas atroces. Tiempos crepusculares. Fin de los tiempos. De la sombrilla emergen ya las balas de sangre, despellejando inocentes. Estampida a los primeros disparos. Confusión, gritos. Pero Rezgui, con sus 23 años y sus estudios de aviación en Kairouan, los persigue, y los asesina con frialdad. Dispara sin descanso. Y sus carcajadas se quedan para siempre en la memoria de los supervivientes. Testigos de que al sicario le divierte ver que algunos han quedado malheridos, doliéndose; no las remata para poder sentir su dolor. El mal es sed de los peores horrores.

Ronda y dispara a capricho. Y llega a las hamacas donde descansan Matthew y Sarah. Todo ha ocurrido en segundos. Sarah cruza su mirada con el asesino. El islamista levanta su fusil y encañona no sólo a esta joven, en el miedo de su mirada están también Tegan y Kaden, que juegan en el jardín lejos de este infierno. Hay un segundo entre la vida y la muerte. Ese instante. Y Sarah está rodeada de decenas de cadáveres que perdieron el pulso. Sus músculos agarrotados. Su dignidad preciosa e infinita de madre, humillada por un miserable. Rezgui aprieta el gatillo. Pero no todo está escrito. Matthew salta y se interpone entre la bala y su chica. Es un padre. Es toda la dignidad de la humanidad en un segundo, en una imagen. Frente a frente. El hombre y el gusano. El indigno, el demonio, va armado con un fusil, pero Matthew lleva en el pecho su estrella de padre, de marido, y de héroe; y no hay nada, absolutamente nada, que pueda detener ese huracán de amor.

Si algo no soporta el mal es el bien. Si algo no soporta el odio es el amor. Y si algo, en fin, no soporta el mezquino es la heroicidad. Y este padre ya es un héroe en un tiempo en que no abundan. Sangra su hombro. Sarah chilla paralizada. Matthew la abraza de espaldas y el islamista, contrariado, descerraja otro tiro, ahora en el pecho. La herida es grave. Ensangrentado, no rendido, grita a Sarah: “I love you babe... just go, tell the kids their daddy loves them”. Te quiero, niña. Vete, sálvate… y dile a los niños que su papá los quiere. Ella corre hacia el hotel. El terrorista quiere truncar la huida pero Matthew hace un último esfuerzo por interponerse y recibe otro aguijonazo, otra punzada de hombría, destrozando su cadera. Ella ya está a salvo. Él, yace en el suelo, sereno, con la mirada en el cielo azul. No siente. Es la calma frente al odio.

La pesadilla termina. O empieza. Un disparo. Se acabó su gesta diabólica. La jauría islamista inhumana lo celebra. Los hombres, lloran. Sarah busca desesperadamente al amor de su vida. Pero Matthew viaja ya al hospital. Ha sufrido hasta un infarto. Pero es un héroe y los héroes no se marchan sin más.

Sarah reza ahora para poder volver a casa con él. Se siente afortunada. Y orgullosa. Yo rezo con ella al buen Dios de la paz, a la hora en que escribo, para que Matthew supere la operación. Quiero abrazarlos en la distancia. Y si alguna vez el mundo se divide en dos bandos, quiero estar en el de Matthew. El de los hombres. El de los ángeles. El del bien.

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