Opinión

La vida lenta chairega

Lejos de la ciudad, todo está en la luz. Ahora cae esa tan pálida del declinar de la tarde de agosto. Cada día doblega más pronto. Las fuentes de piedra de un balneario abandonado contrastan con esas fotografías en blanco y negro en las que cientos de personas hacen cola para tomar las aguas. Hoy las ruinas batallan con la maleza, que al fin es la única que ha sobrevivido a las famosas aguas.

En el camino, una hilera de casas adosadas. Algunas, llenas de vitalidad, exhiben modernas persianas y un jardín cuidado. En otras, los cristales rotos, las zarzas, la cancela oxidada. Han muerto sus dueños. Cada invierno se esfuman nuevas manos arrugadas que se clavan en los jardines y que dan otra mano de pintura a la cancela. Y de esas casas, que antaño tuvieron alma y ruido en estos días de fiesta, hoy sólo quedan las flores. Asombra que las flores, geranios y rosas de intensos colores, sigan brotando en libertad, ajenas al olvido.

En el corazón de la Terra Chá, corazón rural gallego, veo muchas casas así, con las paredes reventadas por la humedad, los cristales rotos, y las puertas cerradas y reforzadas con maderas. Alguien se marchó para no volver. Tal vez a la ciudad. En otras, la puerta está cerrada con urgencia, aún queda una tumbona a la que el óxido le está ganando la partida, y las ventanas aún no están rotas, tan sólo se han vuelto opacas. Es el luto de una Galicia que esconde su drama en esta melancólica belleza.

Más allá, huertas arruinadas. Tres casas franquean una pequeña aldea. Dos están abandonadas. En la tercera, el piso de arriba parece clausurado, pero abajo hay ventanas protegidas por cortinas amarillentas, y bolsas de marcas que ya no existen guardan trastos bajo el hórreo. En un banco de cemento, junto a la puerta, un anciano. Solo. Un bastón. Una gorra calada. Una huerta que ya no puede cuida, unas macetas con delicadas flores que parece mimar cada mañana, tal vez en recuerdo de ella. Todavía se mantiene en pie el chamizo que alzó hace décadas el mismo hombre que hoy sostiene con dificultad el bastón y mira con esa serena nostalgia que sólo portan los mayores del rural. Con la tranquilidad que le aporta saber que es el último de por aquí.

Otra aldea se anuncia en un letrero de madera bañado en musgo. Estos últimos meses han sido húmedos y el río corre como cuando la vida giraba a su alrededor. Tras la curva, entrelazada entre un pequeño bosque de castaños y pinos, se levanta una de esas inmensas casas de piedra e interminables añadidos, cabañas, y pajares. Supongo que antaño debió albergar a una gran familia. La luz eléctrica llegó un día y eso fue suficiente para instalar un timbre, años 50, y una bombilla que como una serpiente blanca surge sobre la puerta de la entrada principal, protegida de la lluvia por una cazuela metálica. La granja conserva todos los avances tecnológicos de mediados del siglo pasado, y alguna excentricidad del rural gallego de los 70. Nada ha pasado desde entonces, salvo la muerte, y el gran éxodo.

Imagino a una señora, guapa y fuerte, cocinando para nueve críos, y a un joven cortando leña y trasladando el ganado. Los días de lluvia y truenos con esas ventanas que vibran hasta con la brisa de la tarde. El olor a leña en la humareda de la chimenea. La huerta luminosa, los frutales rebosantes cada año. Veranos eternos y silencios, e inviernos que van de noche a noche, con los zagales atravesando estos bosques para acudir a las clases del maestro, las mismas que un día les sirvieron para saltar a la gran urbe.

Imagino el éxodo lento de los jóvenes, sus bodas y prosperidades, el envejecimiento permeable de los padres, los desmanes de la cosecha y el ganado. Habrán ido cayendo los años, rebasada la posguerra, en un lugar del mundo que nunca sale en los mapas. Hoy no es más que una villa abandonada, allanada por animales salvajes y curiosos, mil veces forzada por ladrones que querrían –supongo- robar un poco de pobreza. La veo con esta luz negra que desprende la piedra, mientras el cielo engulle lentamente el verde de los árboles, y pienso que hay pocas cosas más tristes que una casa sin vida.

Todavía el bidón de hierro junto al tejadillo. Todavía la cadena oxidada cerrando las maderas de la chozuela. Todavía la bombilla intacta. Y el timbre, blanco. Bajo la higuera, una mesa redonda de madera con nombres grabados con llaves. Firman enamorados de finales de los 90. ¿Dónde estarán hoy? Los bancos astillados. La maleza creciendo dentro de casa. Marcos sin fotografía asoman por una de las ventanas rotas. Y el cabecero de hierro de una cama con las sábanas aún revueltas. Por los cajones de una cómoda asoma ropa de otro siglo.

Más allá, una biblioteca arruinada. Los libros, humedecidos y abultados, han reventado con su peso los estantes para morir así, unos sobre otros. Al lado, un escritorio quemado, un plumero, papeles que han volado por la habitación y se funden con el suelo de ajedrez. Cuántas horas habrán pasado aquí jóvenes y mayores, acariciando las páginas de estos libros, hace décadas. Todavía un atisbo de vida vieja en este erial de futuro.

Este lugar conserva algo de lo que carecemos. Silba el viento sobre los salientes del muro, suena suave el arroyo abajo, y el olor a huerta perdura sobre sus restos. Vida lenta. Vida buena. Vida vieja. Eso que nosotros no podremos soñar ya, salvo para evocar un artificio de veraneo y volver aprisa a la ciudad, antes de que la aguja del reloj nos oprima el gaznate.

Tienen estas casas solitarias una melancolía enigmática. Adioses certificados en una esquela clavada en la puerta de una ermita cerrada. Noviembre de 2010. No abrazó la primavera. Aún se conserva el papel enmohecido que anuncia al mundo la muerte del anciano, el último de la aldea. Aquí las muertes de 2010 siguen en el tablón de anuncios. Porque aquí, donde la vida es bella, la muerte aún es para toda la vida.

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