Opinión

A los viejos maestros

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photo_camera Todo ha quedado profundamente grabado para los siglos y emerge otra vez en cada nuevo curso, cuando se levanta el telón académico.

Tenían delicados surcos los pupitres. Y la última capa de pintura improvisada en las patas de las sillas. Todo era nuevo y olía bien, incluso lo viejo. Era inaudito para nosotros y eso era todo lo importante. Y la pizarra verde, azul la de los mayores. Y ese aroma a suelo recién fregado, libros por estrenar, y agua de colonia infantil. Colores, sonidos, rutinas, y formas de estremecerse la piel en las mañanas de septiembre. Todo ha quedado profundamente grabado para los siglos y emerge otra vez en cada nuevo curso, cuando se levanta el telón académico, y se disparan los brillos de ilusiones en los ojos de los niños.

Recuerdo la colonia de cada uno de mis profesores. El tono de voz. Escucharlo por accidente, como hace un par de días paseando por la calle, me sigue imprimiendo esa extraña sensación de estar a cubierto, en territorio aliado. Frente a la hostilidad del mundo al que nos arrojó la escuela, el cobijo de los días de los saltos con red, la voz del viejo profesor, ajada, pero inconfundible en su tono, en sus matices, en su millón de recuerdos colgando.

Cruzaba el pasillo aquella buena señora, Pilar, trasladando cubos y fregonas, y todo estaba a punto. Qué electricidad transmitía la luz pálida de las aulas, lustrosa entre tibios pasillos, aún en la penumbra vaga del amanecer de las nubes. Y estaba allí don Fernando Martínez, esperando a los nuevos. Llegábamos tan somnolientos como pellizcados en el nervio de los inicios, deseando que toda esa bruma de incertidumbre se convirtiera en algo más sencillo, ese salto al colegio que habría de hacernos hombres; tamaña era su traición, la de arrebatarnos la infancia para lanzarnos a la madurez, y aún no lo sabíamos.

Importaba tanto la edad como la estatura, y esos uniformes urgentes de madres soltando imperdibles, y jerséis doblados de fábrica, y zapatos nuevos. Y en las filas, la disciplina serena de los buenos maestros. Divisábamos las altas cabezas de los mayores, que luego se nos han hecho tan pequeños, al encontrárnoslos en los bares. Pero entonces eran gigantes, tres o cuatro años sobre nuestra promoción, y estaban con don Juan Freire, con don Víctor Campos, con don Constantino, o con don Alfonso Novoa, mientras nosotros sólo podíamos alzar la mirada hasta don Jesús Vázquez, que sería nuestro profesor en Segundo, y ya tendríamos entonces la sensación de que nos las sabíamos todas.

Y eran estos días también los de la niebla en el comedor, con don Fernando Bolós poniendo calma en aquella selva con olor a calamares fritos y tortilla. Allí se juntaban pequeños y mayores y mirábamos con esa mezcla de admiración y curiosidad a los profesores de los mayores: a don Rafael González Villalobos –entonces director del colegio-, a don Antonio Lluch, a don Pedro Nozal, a don Carlos Ocampo, a don José Antonio Barral, a don Francisco Vázquez –cuya encomiable presencia en Facebook ahora emociona cada día a los que fuimos sus alumnos-, a don José María Echevarría, a don Miguel Otero, a los hermanos Roca, don José Manuel López Pan, don Francisco Pita, donde José María Gaisse, a Mister Mac, o a don José Pardo. Algunos ya se nos fueron. Y no sé por qué este extraño empeño en citar a todos los que me asaltan ahora la cabeza, sabiendo que habrá ausencias injustas, que mi célebre mala memoria es lo único que no ha cambiado.

Pepe arregla la luz del pasillo. El olor a hierba cortada y el perfume intenso de las rosas bajo el rocío. Tiza por todas partes. Tizas como tesoros. Y libros con ese intenso aroma, forrados la noche anterior. Todo en orden y la puesta al día en el recreo de los mayores, pero los del estreno lo llevábamos peor, sin saber aún a dónde ir. Había una roca y era redonda, le daba nombre al colegio, y mil generaciones antes y después la escalaron con entusiasmo. Qué enigmáticas las victorias de infancia. En la conquista de aquella roca y la contemplación del mundo desde su atalaya parecían estar encerrados todos los sueños de la vida. Era solo un segundo, como un brillante fugaz –aquellas estrellas que lucíamos en el jersey cada trimestre-, y luego polvo, grava, goles, y zapatos rotos.

Veo desfilar ahora a los niños en estos primeros días, cada uno a sus escuelas e institutos, con la ilusión aún naciente, y supongo que tienen todo esto aún por sentir. Y sus maestros y sus recreos, y sus lecciones. Todo, al fin, pendiente de reeditarse y escribirse en libros que ahora ignoran, y que un día desempolvarán entre melancolías. Algunos tendremos que sostener más fuerte estos recuerdos, porque se cumple el 50 aniversario de Peñarredonda y lo han celebrado levantando un moderno colegio sobre nuestros viejos pabellones, que albergará nuevas historias, y que marcará felizmente a muchas vidas.

Conservo intacta la estampa. La tarde anochecida en las ventanas, el pequeño monte de robles y castaños, esos campos de fútbol de tierra, y el Machado de la monotonía de lluvia en los cristales. Una sirena, las rayas bien hechas en el pelo, y lo bien que olían las gomas Milán a principio de curso. Algunos heredábamos los libros con sus corazones y flechas, y sus tachones, y aquello era inquietante, porque siempre había una versión nueva del manual con otras lecciones. Que no está claro aún si los libros nuevos enseñaban más o menos que los que habían utilizado nuestros hermanos, pero el caso es que necesitábamos mayor concentración para no perdernos de página. Pero eso fue más tarde. Mucho más tarde. Aunque ahora la imaginación lo mezcla todo a su capricho.

Todo ha cambiado y es mejor y peor a la vez. Pero veo a los niños otro año más, esperando el autobús del colegio, y me convenzo de que Dios guarda un rincón especial para todos los maestros, al otro lado del tiempo. Porque en aquel septiembre, como en todos, tendieron la mano a nuestras incertidumbres, nos hicieron mejores, y desaparecieron de nuestra vida sin hacer ruido, para arrancar de su noche oscura a la siguiente promoción. Y así, toda una vida.

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