Opinión

Aquel maldito perro

Jaime Noguerol

El miércoles estuvimos en el Valcárcel casi todos los poetas y escritores “raiotos”, los que nacimos allá en el todavía clandestino Verín. José Alfonso de Mateo, un verinense que decidió seguir la estela de Pessoa y vive allá en la dulce Lisboa, presentaba su libro “Ager Tributarius”. Por supuesto, en otra ocasión hablaré del libro.

Al final de la presentación hubo fiesta fronteriza en un garito de la ciudad. Al irse, De Mateo me dijo casi como una orden: “Tu próximo artículo tiene que ser una historia de la ‘raia”. Carajo, me recordó a Lope de Vega: “Un soneto me manda hacer Violante,/ que en mi vida me he visto en tanto aprieto”. Pero era inevitable cumplir el encargo.

Allá voy. Pues mira, estaba cerca del hospital cuando un hombre, rondaría los noventa, me dice desde lejos con voz festiva: “Alto a la Guardia Civil”. Tardé un poco en reconocerlo. Sólo cuando me dijo: “¡Qué tal Jaimito!” reconocí al astuto contrabandista que presumió siempre de que jamás lo habían pillado los carabineros. Venía a tratar su artrosis. El regalo de tantas gélidas madrugadas, fardo al hombro, en que atravesó el monte internándose en Portugal.

Entramos en un café. Naturalmente hablamos de los tiempos del contrabando. Le recordé su perro Trabancas y él se conmovió. “No creo que haya un perro más espabilado, sobre todo a la hora de sortear a la Guardia Civil en momentos de peligro. Mírame, debo ser el último de aquella generación que con decisión y paso rápido cruzábamos la frontera. Eran más de 40 kilos al hombro. Qué bien preparaba los fardos tu abuelo Claudio. Salíamos de su comercio a media noche. Eran muchos kilómetros. Al llegar al punto de encuentro, una carretera solitaria, dejábamos la mercancía. Regresábamos de nuevo cargados, esta vez de sacos de aquel café Sical, tan apreciado en España.

”Llevaba siempre conmigo a mi perro Trabancas, al que le había enseñado todos los trucos. Tuve muchos perros, pero como aquel ninguno. Una noche invernal iba yo con una columna de nueve o diez asnos cargados hasta los topes de mercancía. Ya estábamos muy cerca de entrar en Portugal, cuando detrás de unos arbustos escuchamos la temida frase: ‘Alto a la Guardia Civil’. El perro estaba preparado para estas situaciones tan comprometidas. De pronto, el can comenzó a ladrar espantando a los animales. Los fusiles nos apuntaban. La ‘pareja’ no se dio cuenta pero Trabancas guio a uno de los asnos acercándolo discretamente a los guardias.

”Los civiles se conformaron con aquel asno rezagado. Decían eufóricos: ‘Buena presa, esta vez no habrá broncas del cabo’. Aún ahora veo aproximarse a los dos guardias sonrientes con sus largas capas verdes. Enseguida descargaron los fardos. Con qué avidez rasgaron un saco. ‘Maldición, nos la volvieron a jugar con ese jodido perro. Aquí sólo hay papeles, mantas viejas y chatarras’. El burro permanecía manso, sin moverse, parecía reírse”.

(Hablamos de aquellos astutos perros que ayudaron a los contrabandistas. Viene a mi mente un perro casi de leyenda al que alguien le puso Santacompaña. El propietario era un fulano pálido, bebedor y solitario. En Arzádegos nadie se le acercaba mucho, corría la voz de que a veces acompañaba la extraña procesión de los muertos). 

Ahora, en el café, el viejo contrabandista me cuenta la historia de aquel perro. Se pone serio. “Ay, lo ahorcamos una tarde en un patio vecinal. Estábamos allí todos los vecinos. No te miento si te digo que fue una ceremonia como de la Santa Inquisición. La tengo grabada en mi memoria. Cierto, era un animal muy bueno para el contrabando. Son otros tiempos, pero créeme, antes estas cosas sucedían. Vivíamos pegados a la naturaleza y nos alumbrábamos con candiles. Percibíamos cosas que hoy están olvidadas. Intuíamos el lenguaje secreto de los perros.

”Lo cierto es que algunas noches, el perro se sentaba a la puerta de un vecino hasta la madrugada. Ladraba, emitía como gemidos que te ponían los pelos de punta. A veces había allí algún enfermo, otras no. No pasaría un mes y alguien fallecía en el entorno.

”Pero la cosa fue a más. Cómo le temíamos. En ocasiones, sin que nadie le llamase, el perro seguía a cierta distancia a un vecino durante horas. A veces permanecía sentado contemplando cómo el labrador sujetaba el arado mientras los bueyes avanzaban lentamente. El hombre, supersticioso y asustado, le tiraba piedras, pero el animal no se inmutaba. Ay, amigo, pronto fallecía el fulano o alguien de su familia. O alguna desgracia le visitaba.

”¿Quién lo ahorcó, me preguntas? En el pueblo cundió el pánico. Nadie se atrevió a hacer ese trabajo. En el oscuro bar el pedáneo reunió a todo el mundo y tomó la decisión. Fueron en busca del avezado capador lusitano, le pagaron bien. Y cumplió”).

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