Opinión

Bombas de palenque

Estoy con el último de una estirpe de músicos nacidos en este trozo de mundo. El último de una generación. Asómbrense, con ocho años ya andaba subido a los escenarios con su acordeón recorriendo los caminos. 

Te hablo de Tony Pérez y su orquesta, Los Arquinos. A principios de los 60 del siglo pasado apenas había carreteras, allá iba Tony, subido a un caballo con los suyos. En un carro de bueyes el vetusto equipo. En una aldea perdida, bombas de palenque anunciaban su llegada. 

Escribir de Tony es hacerlo de nuestra sociología de posguerra. Cuando arribaba, cómo se alegraban los paisanos de boina descolorida, chaquetón zamorano y con frecuencia zuecos. Buenas gentes que cantó Machado. Aldeanos que trabajaban en sus tierras de sol a sol, cocían juntos pan centeno en el horno y tomaban el rudo arado romano en las manos. Ay, cómo veneraban a sus ancianos. 

De aquellas no había pensiones ni hoteles, y eran los vecinos quienes les daban cobijo en sus casas. El mejor trozo de cabrito era para el músico. Muy cerca, la moza planchaba el vestido que luciría en la fiesta. Todos escuchaban con arrobo lo que contaba el artista, al fin caminante por esos mundos.

Presume Tony: “Siempre actúo en el más riguroso directo. Es más, me espantan esas grandes orquestas con sonido pregrabado, tan ficticias, tan de mentira”. Tiene fama de ser un gran profesional. Sus músicos lucen trajes elegantes. Sus bailarinas, que parecen quebrar su cintura, se mueven tal si salieran de un ballet clásico. Huye como la peste de la zafiedad. 

Pero volvamos a los 60 del siglo pasado. Tony tocaba en la sesión vermut. Tocaba en la procesión del santo y no se arredraba si tenía que hacerlo en la misa. Por las tardes, el baile era tranquilo, al fondo la pareja de la Guardia Civil. Pero las noches eran peligrosas. Con frecuencia las páginas de “Historia en 4 tiempos” nos cuentan de navajazos y pistolas. Estoy hablando de aquella jodida norma que llamaron el “remude” y “permite”. 

Las cosas sucedían de este modo en las verbenas: 

Tú bailabas feliz con tu pareja. De pronto, una mano rugosa y “enemiga” se posaba exigente en tu hombro. Escuchabas la fatídica palabra, “permite”. No había otra, hermano, de inmediato tenías que ceder a la chica al fulano. Si te ponías bravo no era extraño que asomase la filosa navaja de la “raia”. Imagínate cuántas peleas en el alcohol de la noche. A veces zafarranchos de combate, los del pueblo contra la aldea vecina, todo volaba por los aires.

Me cuenta Tony de sus galas más emocionantes. Varias veces al año los contrataban para actuar en los centros gallegos de Centroeuropa, Zúrich, Bruselas, Stuttgart. Cantaban para aquella generación de emigrantes, ay, apenas sabían las cuatro reglas de la escuela, cómo alucinaban con las luces de neón y las costumbres liberales de las grandes ciudades. Entonces no había móviles y sólo regresaban a sus pueblos una vez al año. “No sabes lo feliz que me hacía llevarles canciones de su tierra. No cesaban de rodearme agradecidos, por favor ‘A Santiago voy’, ‘La campanera’, esas cosas. Me sucedió en Ginebra, estaba tan llena la sala y había tanta morriña, que no fui capaz de cantar la canción de ‘El emigrante”.

Está con nosotros el último de otra estirpe, ya retirado. Richard. Lo recuerdo en su cubil humeante de la plaza del Hierro llamando aquí y allá. Cerca, el inolvidable Cholo. “La anécdota es cierta”, afirma Richard, mientras narra: “En unas fiestas de Ourense, en el Posío, tocaba tu orquesta tan querida, Tony. También actuaban los inolvidables Tamara, con Pucho Boedo, el Frank Sinatra gallego. Cuando el cantante entonó ‘Unha noite na eira do trigo’, comenzaron a volar sostenes y otras prendas. Se escuchó ‘Pucho, cuando tú vienes a Ourense, hasta cierran los bares de la calle Villar”. Tony ríe, “Pucho tenía más sex appeal”.

(Desde los ocho años, Tony recorre todos los caminos. Llenó de alegría los tiempos en que gozar de la vida resultaba sospechoso. Cierto, Tony trajo el primer eco, el primer ballet con una orquesta, los primeros humos. La primera cantante: Estela, aquella madrileña con duende a la que aún llora. 

“Ninguna comisión de fiestas en ningún lugar te hablará mal de mí. Estoy contento de mi oficio. Toda mi familia somos músicos. Pronto llegará la hora de ponerse en marcha de nuevo. Siempre llevo Ourense conmigo. ¿Sabes?, escuchar una buena canción te hace mejor persona”.)

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