Opinión

Casi clandestino

Llueve del demonio ahí fuera. Estoy en la entrañable y decadente biblioteca de la calle Concejo.
De pronto siento un temblor. Una ráfaga de tristeza.

Sabes, soy una especie en extinción. Todo Dios en la sala está escribiendo en el puñetero ordenador. Hay que joderse. Soy el único aquí que tiene un bloc delante y escribe a mano como Dios manda.
Pertenezco, sin duda, a la última generación que usa el papel para escribir. Vamos a ver, me digo para no deprimirme: los últimos clásicos como García Márquez escribían con pluma. El colombiano creó una escuela de periodismo en Bogotá y puso como norma a los alumnos “primero a mano, después el ordenador”.

Otro grande, su odiado colega Vargas Llosa, escribe todas sus novelas en folios con letra casi de bastardilla. Hace poco afirmó: “Mientras escribes a mano sientes más tu alma, sigues el ritmo de tu respiración, hay una mágica sintonía entre cerebro y extremidad”.

Pienso ahora en Malcolm Lowry, que padeció todo el pánico del mundo. No puedo imaginarlo tecleando en una máquina. Ni a Joyce, en su memorable “Ulises”. Tampoco a Machado, que escribía mientras le caía la ceniza en el chaleco.

Evoco al niño que vivió aquella posguerra que se prolongó demasiado. Un niño, pantalón corto, ojos muy abiertos en una escuela rural y machadiana. Tiene la pizarra sobre la mesa desvencijada y el pizarrín entre los dedos. El maestro dicta: “Dos lentos bueyes aran/ el otoño empieza”.

Después, el colegio de maestros de “alas negras”, el hermano dicta y tú escribes con letra esmerada la cita del Quijote: “Lancémonos a los caminos, amigo Sancho”.

Cierto, cuando palme el último de mi generación sólo quedará alguien residual en una esquina de la biblioteca escribiendo, casi clandestino, a mano. Amigo, hay algo profundamente humano que se va con el papel y la pluma. Por ejemplo, nadie subrayará con su lápiz el verso de Monterroso que ahora estoy leyendo: “Me contaron que estabas enamorada de otro/ y entonces me fui a mi cuarto y escribí/ ese artículo contra el gobierno/ por el que estoy preso.”

(Llueve del demonio ahí fuera, como un mal presagio. Quizá pronto esta entrañable biblioteca no tenga estantes de libros que te inviten. Desaparecerá “Lello”, la librería de Oporto que tanto amo. Qué turbadora melancolía. Sólo habrá pálidas pantallas ante ti.

No creo que Keast pudiera escribir en un artilugio: “Carmen/ no ocupes tu tiempo en odiar.”)

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