Opinión

El asesino del viajante

Ilustración Alba Noguerol

Camino por el parque de las Mercedes. De pronto, se me acerca un señor mayor, pasará de los 80, trae bastón, bigote estrecho y el gesto afable de los que están acostumbrados a tratar con la gente. “Mire usted, leo a menudo sus artículos y siempre espero que escriba sobre nosotros. Nunca lo hace. ¿Sabe?, debo de ser el último que queda de aquella generación que recorríamos, ya a finales de los 50, las malas carreteras de esta provincia. Allá íbamos: raudos y decididos a visitar a nuestros clientes. Mire, aún conservo mi viejo 4L. Con él recorrí cerca de un millón de kilómetros. Todavía se pone en marcha. En la ventanilla aún luce la pegatina ‘Que Dios proteja a los caminantes’.

Nuestra profesión ha perdido hasta el nombre. Ahora se llaman ‘comerciales’. Mire usted qué nombre más arrogante: ‘comerciales’. Han perdido hasta el romanticismo del oficio. Por ahí van arrolladores, casi agresivos, siempre eléctricos y llenos de desasosiego. El ordenador, como un revólver en el bolsillo, marca sus pasos como un temible dictador.

Carajo, aún no le he dicho mi profesión de la que estoy orgulloso. He sido ‘viajante’. Sí, de esos viajantes de toda la vida. No engañábamos jamás. No eran clientes, eran nuestros amigos. Ay, todavía extraño el olor de las tiendas de las aldeas donde podías comprar desde una cacerola, aspirinas o unas buenas botas de piel de becerro. Los dueños eran hombres a secas, pero de ley. La nueva generación ya no escuchará decir al propietario: ‘Venga, entre usted en la trastienda y tome nota de lo que me haga falta, vamos al café y cuénteme cosas del negocio y del mundo’. La palabra tenía un valor. Un apretón de manos era suficiente. Los viajantes ejercíamos de correos, llevábamos información y éramos muy apreciados. Tuve algún cliente que me dijo: ‘Vino un fulano y me dio mejor precio. Pero no te preocupes, como somos amigos, te seguiré comprando a ti’.

Salía de casa y regresaba tres o cuatro días después. Ya sabe, al fin vivir no es otra cosa que estar en marcha. Pero mire, yo tenía eso que hoy está tan denostado: vocación, sí señor, vocación de viajante. 

¿De las mujeres, me pregunta? Algunas tuve por ahí, ya sabe, regalitos, y nosotros éramos discretos y muy embaucadores. Qué jodido aquel cliente de una aldea perdida. Estábamos en el bar del pueblo y va el tipo y me dice: ‘Dígale a mi mujer que vamos a ver una mercancía a la villa. ¿Sabe?, nunca fui a una barra americana’. El cliente es el cliente y allá nos fuimos. 

Pero lo nuestro era vender. ¿Sabe?, en las aldeas fronterizas se vendía mucho y allá me iba yo a veces subido a un asno, no había carreteras ni luz eléctrica. Dormía en casa de un paisano, te recibía con su mano amiga, fibrosa, callosa, grande como los inviernos de entonces. Allí me ponía al tanto de los fardos que los mozos cargaban en las noches de contrabando. Qué tíos; recorrían con más de treinta kilos al hombro hasta treinta kilómetros internándose en Portugal.

¿Le estoy cansando con mis historias de viajante? Tengo que contarle mi triste final, mi derrota. Sepa, siempre llegaba a la empresa con buenos pedidos y el dueño me apreciaba. Sucedió un maldito día. Me sorprendió ver en la oficina a un fulano muy trajeado, pelo engominado. ‘Soy su nuevo jefe’, me espetó. No me gustó su apretón de manos. El tipo me empezó a largar de la empatía y esas cosas.

No esperaba broncas, yo vendía bien. Tenía en la mesa una caja que me dio mala espina. El sujeto va y me pide mi carpeta de pedidos y la aparta despectivo. ‘De ahora en adelante va a tener otro compañero, será su mejor amigo’. El fulano abre la caja y pone sobre la mesa un aparato que yo no había visto en mi vida, y eso que llevaba treinta años en la empresa. ‘Este aparato será su ordenador personal, le será fiel, le evitará errores y tendrá más tiempo para nuestra empresa’.

Imagínese, anduve un mes con aquel artilugio que consternó mi vida: ‘Aquí está el programa del día: / A las 8:00 cita en tal comercio / 8:20 visita / 10:30 viaje / 12:30 estará en tal pueblo…’ Qué martirio. En la pantalla dice que tengo veinte minutos ¡¿Cómo puede controlar mi amistad con los clientes?! Me volví loco con las teclas y la prisa”.

(“Sucedió todo rápido, llovía a cántaros y yo iba pegado al volante de mi 4L. Tuve la visión: el aparato iba matando todo lo que amaba. Abrí la ventanilla con rabia y lo arrojé.”)

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