Opinión

"El engaño"

Sepa usted, la gitana era ya tan vieja como el pecado. Murió estos días. Murió sola, triste, pensativa, cargada de culpa y con la maldición atada a la cintura. Vivía en una chabola de cartones y zinc, allá en tierras de O Barco. Los hijos apenas la visitaban. Si lo hacían, apenas hablaban con ella, no se aproximaban tal si fuese una antigua leprosa o una de aquellas mujeres que llevaban la ‘letra escarlata’ colgada del cuello. Eso sí, le dejaban un saco lleno de alimentos”.

El viejo patriarca me cuenta la historia en la feria donde ayuda a sus nietos con las ventas. Lo conocí hace muchos años, cuando los suyos iban en caravana de pueblo en pueblo, siempre acosados por la temida guardia civil. Lo recuerdo negociar con asnos y caballos. Ellas trabajaban con maestría artesanales cestas de mimbre. Y leían la mano de las payas en las aldeas. Eran tiempos inocentes. Les contaban con ojos misteriosos de sus novios y los churumbeles que tendrían. 

Pero dejemos hablar al anciano gitano, que mueve con destreza su ‘cachaba’ de hombre de jefe de tribu. 

“No, no vaya a poner mi nombre en los papeles, ya sabe, de estas cosas es mejor no hablar. Después de tantos años sé que usted es hombre de bien, confío en que lo que escriba no hará daño a nadie. Sabe, eran otros tiempos. La ley gitana era cumplida con devoción. El consejo de ancianos resolvía todos los asuntos. Lo que le cuento es un caso único que nos entristeció a todas las tribus. 

Mire, hubo un casamiento allá en tierras de Bande. Ya sabe cómo son nuestras bodas. La pareja era hija de gitanos notables. Acudieron parientes de muy lejos. La gitanita apenas tendría quince años. Todavía la recuerdo jugueteando con sus largas trenzas negras. Él tendría veinte. 

Le adelanto,  la novia era familia de la curtida anciana que rompe el himen con el pañuelo antes de la ceremonia. Muy en secreto, días antes del casorio, ella y su madre fueron a visitar a la ‘juntaora’. Con lágrimas en los ojos le contaron que no era virgen y que en su infancia, ay, en una solitaria caravana un desgraciado la forzó. 

En un principio, la zíngara se negó a colaborar en el engaño. Madre e hija le entregaron un cofre lleno de monedas y le prometieron guardar secreto para siempre. Al final, accedió. La madre propuso a una paya que tenía fama de remendar virgos. Por fin, decidieron que la mujer sacaría un pañuelo con sangre de un cordero que sacrificarían a escondidas. 

(Mire usted, payo, lo que es la maldición gitana. Pasaron siete años, la pareja ya tenía cuatro churumbeles. Iban con la furgoneta de aquí para allá en la venta ambulante. Estaban juntos siempre y se querían. 

Ay, los gitanos sabemos que el diablo mora a veces en la luna llena: la gitanita estaba en brazos de su hombre. Se amaban tanto, que creyó en su perdón y le confesó su herida. 

Pero el marido se levantó furioso. Prendió fuego al furgón y anduvo desaparecido siete días por los montes. Al fin, regresó y decidieron los patriarcas. No hubo compasión. La gitanita y los suyos fueron desterrados, nunca más supe de ellos. Él, humillado, huyó. Como le dije, la vieja gitana autora del engaño murió estos días en su chabola de cartones y zinc, allá en tierras de O Barco. Aquel día no se libró del ancestral castigo: extendió su brazo sobre la piedra. Un gitano impasible tomó el hacha y le segó su brazo”).

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