Opinión

El monaguillo del viático

Hace días le vi caminar por la ciudad: solitario, observador, paso rápido. En su cabeza, tal vez una cita poética: “Tenemos el arte para no perecer de realidad”. O quizás algo tan poco sagrado como el marketing. Cómo te diría, un caminar machadiano, con ese aire vagamente frágil y desvalido. Pero nada de eso es este hombre que se crece, por ejemplo, cuando la vida le da un repaso. Entonces llama a su musa, “en marcha mi musa, en marcha”. Se yergue y con la astucia de Ulises y la fuerza de Aquiles, sortea todos los obstáculos y barreras que le acosan.

Es de esa clase de hombres que no tolera estar vivo sin más. Es de los que necesitan apostar su vida por un gran sueño. Después, en los insomnios, su narcótico es releer a los clásicos y escribir en un cuaderno con letra aplicada. Dos manzanas y una ensalada son suficientes para el camino.

Cierto, su nombre, Adolfo Domínguez, luce en las avenidas más importantes de tres continentes. “Vacaciones”, le digo; él me mira: “Ya las tendré después de muerto”. Austero, culto, fue el primero de la estirpe de los diseñadores que enamoró al país. Francisco Umbral y los cronistas de su generación lo citaban con asombro. Su “la arruga es bella” ha sido como un mantra, una clave esotérica.

Pero te cuento, colaboré a su lado unos años en los 90. Le llevaba temas de prensa, cartas y cosas así. Incluso hicimos una revista que se distribuyó en sus tiendas. Trabajamos juntos en un guión de cine. El proyecto era llevarlo a la pantalla. Siempre me dice: “La empresa absorbe todas mis energías, quizás más adelante lo haremos”. Ah, el cine y la literatura son sus grandes pasiones.

Alguna vez lo conté. A veces acompañé a Adolfo a algunas ciudades a dar alguna conferencia. Lo llamaban de todas partes. Siempre íbamos en su Golf viejo y un poco magullado. Cómo lo recibían... vamos, como a un dios. Siempre cautivó a la audiencia. Cuando hablaba, jamás un apunte o un papel delante. Los actos solían ser a mediodía. Después, siempre tenían preparado un gran banquete en su honor. Mira qué fastidio, allí estaban mariscos, las mejores viandas y vinos. Pero él, justo antes de empezar, me espetaba: “Es el momento de escabullirnos, Jaime, espérame en el coche”. Pues allí quedaban todos los manjares. Ya en carretera, me daba una palmada: “Estas manzanas y estos frutos para mí y para ti este trozo de empanada. No olvides que nosotros somos guerreros”. Comía mi “ración” resignado pero, la verdad, quedaba un poco jodido.

Hablemos de sus inicios. Como tantos de su generación, hasta avanzada la adolescencia, se cobijó en el caserón del viejo seminario de severos maestros de alas negras. Era el refugio para jóvenes con inquietudes y pocos posibles. A mí me extraña, pero él no tiene malos recuerdos de esa época de extensos rezos, eternas horas de estudio, comida frugal y vida austera. Siempre rondando aquel obsesivo sexto mandamiento: “no cometerás actos impuros”. Ay, cuentan chicos golfos de la época, que con frecuencia iban con sus novias a amarse desnudos justo bajo los ventanales. Enseguida asomaban los asustados y libidinosos seminaristas.

Algún condiscípulo me dice: “Adolfo se subía a los árboles; allí leía, escribía poemas y a veces nos recitaba en alto”. Esos años estuvo al cargo de la biblioteca, leyó a los clásicos y hasta encontró en un baúl escondido los libros más censurados que no tenían la bendición episcopal.

Después Santiago: filosofía, algaradas izquierdistas y alguna noche en los viejos calabozos. Inevitable, rumbo a París. Aún rozó el mayo del 68 y estudió cine. Se asombró con las grandes tiendas y los suntuosos desfiles. Caminando al lado del Sena decidió entre ser escritor y artista, o empresario y llevar el comercio de sus padres allá lejos. “Me di cuenta, demasiados artistas y muy pocos empresarios”.

Cierto, hace días le vi caminar con su paso machadiano y me conmovió. Siempre me asombró su férrea voluntad, su lado visionario y su confianza en lograr su sueño. Podía tener el cuerpo hecho unos zorros, pero imperturbable y puntual, acudía cada día al mando de su fábrica. Una maldad: cuentan las malas lenguas que cuando acompañó en un viaje a Felipe González a China, de regreso no se cortó y metió un puñado de cajas de seda en el avión presidencial.

Su mirada sabia: recuerdo caminar a su lado por la zona donde se iniciaban los recién llegados. De pronto se detiene: “Tú, muchacho, mañana te quiero a mi lado en mi sección de diseñadores”. Hoy, aquel joven es de los diseñadores de su confianza.

(Un día en un viaje le pregunte: “¿Quién eres, Adolfo?”. Hubo un silencio. “Cuando estaba en el seminario y me quedaba dormido sobre el árbol tenía un sueño, todavía me persigue. Yo era aquel niño: el monaguillo que precedía al sacerdote portador del ‘viático’ por las calles de Trives para atender a un moribundo. Aquel niño que hacía sonar el desesperante sonido de la campanilla en el camino”.)

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