Opinión

La carta de Brasil

Me inspiró estas líneas un artículo de Manuel Vicent. Es un tipo al que hay que leer obligatoriamIlustración de Alba Fernándezente cada domingo en la última página de El País. Lo conocí allá en los setenta, cuando era inevitable pasarse por el café Gijón. Qué calentitos estaban allí los poetas de Madrid liderados entonces por el inolvidable Carlos Oroza. 

Tendría yo veinte años y estudiaba periodismo en el Foro. Recuerdo, como en el libro de Umbral, "la noche en que llegué al Café Gijón". Allí me di de bruces con Oroza, del que fui discípulo algún tiempo. Solía decir: “Siempre es demasiado pronto para declararse vencido”. 

Entonces, con frecuencia, andábamos tiesos y él me enseñaba trucos para sobrevivir: “Mira Jaime, a estos burgueses hay que deslumbrarlos, apréndete bien unas cuantas citas, eso siempre funciona. El café lo tienes asegurado. De vez en cuando suspira y di: hay que ser sublimes sin interrupción”. 

Pero estaba hablando de Vicent. Su tertulia era las más vistosa y apasionada. Allí abrevaba una camada insigne, culta y divertida. Muy irónico en su esquina, el periodista Raúl del Pozo era un devoto, jamás faltó a la velada. A su lado, impasible humanamente hablando, el actor Álvaro de Luna. Cuantas veces maldijo al Algarrobo, su personaje en aquella serie exitosa de los setenta. Los clientes entraban en el café y al verlo exclamaban: “Míralo, el Algarrobo”. Decía él: “Cada vez que lo oigo me dan ganas de coger al fulano por la solapa y espetarle: soy Álvaro de Luna, cabrón”. 

A la entrada del café luce hoy un retrato de Alfonso, el cerillero anarquista, con la inscripción: "aquí vendió tabaco y vio pasar la vida". No sé por qué me hice amigo de él. Bueno, él era amigo de todos. El cerillero fiaba y, si andabas mal, te sacaba del apuro. Aún lo oigo ahora: “Gallego, cuando vayas a Verín tráeme Winston de contrabando”. Entonces no estaba prohibido fumar, todo el mundo usaba boquilla y algunos, con estilo de gentleman, imitaban con descaro a  Humphrey Bogart al acercar lentamente el cigarrillo a sus labios. 

Un día, Manuel Vicent y los suyos desaparecieron del Gijón. Se dieron cuenta de que hasta los turistas acudían al local a verlos tal si fueran reliquias o animales en peligro de extinción. Vamos, como si fuesen elementos de un freak show, ese esperpéntico circo de fenómenos a la americana. 

Se me ha ido un poco la olla, hermano lector. Lo que quiero es contarte lo que me inspiró Vicent. ¡Ay!, tendría yo siete años, plena posguerra, España en blanco y negro. Pasaba las Navidades con mi abuelo en Arzádegos, donde tenía comercio y hacía contrabando. Amigo, apenas había alguna débil luz eléctrica y la carretera era una aventura para los coches que se enterraban en el barro. 

Navidades austeras. Aldeanos de camisa blanca machadianos. Esa noche, cabritos al espeto en la lareira. Lo veo ahora como un cuento. Los niños de casa en casa cantando villancicos y al final daban los vivas: “Que viva o señor Claudio,/ que ben lle queda o sombreiro./ Que viva a señora Soledad,/ que ben lle queda a mantilla/ cando sae da capilla”.

Esos días llegaban muchas cartas al pueblo con sellos de Brasil y Argentina. ¡Ay!, aquella España analfabeta. Las ancianas con bocio, luto y pañuelo negro venían al comercio de mi abuelo con escritos de letras muy apretadas: “Faga o favor, don Claudio, léama”. Verídico, hermano: “Jaimito, siéntate sobre el mostrador y léele muy despacio a la señora Remedios la carta de su hijo que vive en Sao Paulo, allá en Brasil”. 

Ahí estoy yo. Siete años. La mujer temblorosa y expectante ante mí. Comienzo a leer un poco atropellado. Noto la mano de mi abuelo en mi cabeza: “Despaciño, rapaz”. Siento los ojos llorosos de la mujer sobre mí. Al final me abraza, no deben ser malas noticias.

(Finaliza el año 2018 del siglo XXI. Aquel niño es hoy la mujer aldeana que traía una carta entre las manos. Soy yo quien le pide a un niño de 7 años: “Léeme este jodido guasap, o como se llame eso”.)

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