Opinión

La ruleta del Ángel Caído

Cada vez que la veo, me perturba. Ayer pasaron por una cadena de televisión la película más hiriente y desoladora del cine español. Te hablo de “El desencanto” de Chávarri, rodada en el 76, una descripción a tumba abierta de una familia allá en los 60.

Me explico, no es una familia cualquiera, aunque podría serlo. Es la familia Panero, todos poetas de esa camada que llaman malditos. Comienza con un inquietante homenaje al padre fallecido, Leopoldo Panero. Un poeta falangista de la posguerra. Los laureles franquistas cubrieron sus sienes. 

Ay, la película se inicia con un plano de toda la familia en lágrimas. Las autoridades destapan un gran busto en su tierra natal de Astorga. Qué catarsis. Enseguida, los viejos traumas desfilan por la pantalla. El edípico odio al padre surge con toda su crudeza. La madre, Felicidad Blanc, la musa, es una herida que supura en la pantalla.

Los críticos dicen que no fue tan mal poeta este hombre bebedor y culto, protagonista en los 50. Pero te cuento. En Madrid conocí mucho a su hijo Leopoldo María y a su hermano Michi. Este último un seductor, ¡qué tío!, hasta se casó con una Molina. Montaron un local de copas allá en la calle Fernando VI, El Universal, que lideró la noche de Madrid. Allí estaba él en la barra, como un dandy, no nos fiaba el cabrón. Para irritarlo llevábamos de vez en cuando a su hermano Leopoldo, entonces se enfurecía. Una vez entró en el local tambaleándose, se subió como pudo a la barra y le espetó con su voz ronca y estremecedora: “Eres el imbécil de la familia”.

Allá en la biblioteca de su padre había memorizado a los poetas más grandes del siglo. Ay, veo ahora a Leopoldo María vagando desquiciado por los garitos de Madrid. Casi espectral, vomita en la barra su “Blancanieves se despide de los siete enanos”: “A lo lejos se oyen golpes secos,/ uno tras otro los árboles se derrumban./ Está en venta el jardín de los cerezos”.

Cielo santo. Siento pasos tambaleantes en mi escalera, el timbre no cesa jamás. Es él. Abro y en un flash vacía toda mi nevera. Hasta da con mi botella de Oporto tan escondida. Como en una cita marcada por astros malévolos, detrás de él alguna vez llegó Eduardo Haro, el poeta del lado más oscuro. Qué coctel explosivo. Qué amistad tan inquietante. Quizás allí se fraguó la historia que cuento al final. Rondaban los 80 y ejercer de maldito funcionaba. No le faltaba una chica a la que susurrar: “Una mujer sin rostro canta de pie sobre mi alma”.

No encontró ningún lugar de acomodo Leopoldo. No tardó en descubrir que su hogar estaba al lado de los locos. Vivió muchos años, quizás vagamente feliz, en el manicomio de Mondragón. Después, tal vez buscando el sol africano, se instaló en el manicomio de Las Palmas.

(Del día más terrible fue testigo Eduardo Bronchalo. Era un domingo lluvioso y yo deambulaba por el rastro madrileño con Eduardo Haro, Leopoldo y Bronchalo. Aquel domingo, Leopoldo tenía la mirada más lastimada que nunca. “Por ahí viene Jose el Largo. No hay en Madrid una gasolinera que no haya atracado. Él tiene lo que nos falta”. 

Ay, cómo éramos entonces. “Hoy es el día”, insistió Leopoldo. El asunto lo llevábamos mascando hacía tiempo. Previa una pasta, el Largo accedió a prestarnos su revólver de gastadas culatas plateadas. La “ruleta” tenía que ser allí, en la fuente del Ángel Caído, ante su efigie. Caminamos en silencio Atocha adelante hasta el parque del Retiro. “Tú y Bronchalo sois nuestros padrinos. Si uno de los dos es fiambre lo dejáis aquí, sentado al lado del ángel rebelde”. Bronchalo inicia la ceremonia, toma lentamente el revólver, abre el tambor de 6 balas. Como mandan las normas, coloca una bala al azar y lo hace girar. Deja el revólver a disposición de los poetas, a los pies del ángel caído. Ninguno de los dos tembló y los dioses fueron generosos.)

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