Opinión

Lápiz y libreta

Este hombre escribió el mejor soneto en lengua galega. ¡Qué digo!, ¡más, mucho más! El mejor en todas las lenguas. No olvidaré aquella noche en que, como de costumbre, caminábamos por la calle del Paseo. Ida y vuelta, ida y vuelta. De pronto sus ojos azules pálidos se volvieron inquietantes bajo el neón de los anuncios. Sin más, recitó lentamente: “E me poño a cantar coma quen chora”. Ay, hermano, busca el poema “Se chego no solpor”. Su autor, Víctor Campio, acaba de fallecer.

Pero te cuento. Todos sabíamos de los males que acosaban al poeta camino del cielo. A pocos amigos nos contó su secreto y la predicción: “Me sucedió en la populosa glorieta de Bilbao, en Madrid. Eran los años 50. La gitana me llamó autoritaria. ‘Extienda su mano, caballero, que le voy a leer su destino’. Ay, predijo todas mis venturas. Me inquietó siempre su último augurio. ‘Caballero, usted se irá un día antes de que el laurel cubra su frente”.

Cuando me dijeron que habías fallecido, recordé la inevitable visión de la gitana. Faltaban horas para que recibieses los honores al bardo más querido. Para que recibieses, quizás, lo que más temías: el laurel y la escultura con tu rostro de hombre bueno. Entonces tomaste prestada la cita del griego: “Es bastante;/ dejad expirar mi verso”.

Ah, ya no vendrás más a nuestra tertulia del café Princesa. Llegabas puntual, un dandi, a las doce de la mañana. Teníamos una cita con los sueños que nadie nos había quebrantado. A veces acudía Max Estrella, el poeta ciego y miserable que creó Valle-Inclán.

Las tertulias, siempre en las tertulias. El diálogo a la búsqueda de la luz. Allá en los 70, en la del café Gijón, te conocí. La lideraba el pintoresco pintor Laxeiro. A veces se armaba un follón de mil demonios. Allí llegabas tú, dabas clase en un colegio aristocrático. Un día, “en que estabas estupendo” te atreviste: “Jamás di una bofetada a un alumno. Pero tengo la satisfacción de que la única que di, creedme, fue a un altanero y despectivo de la cuna de los Borbones”. Cómo nos reímos aquel día. Hasta recibiste un aplauso. Eran tiempos apretados. Tú siempre invitabas al café. 

Empujémonos por los anillos del tiempo. Ya en los desolados 50 acudías a los viejos cafés que tenían tribunilla para que recitase quien quisiera. Contabas tú: “Había uno cerca de Sol, el dueño era tan literario que si el poeta no tenía una peseta para pagar su café con leche, accedía a cambiar la consumición por un poema que después colgaba en la pared. Ya sabes, todo el mundo era poeta en la posguerra. Pero había que prestar atención y velarse: allá en la barra, siempre habitaba alguien espectral con gabardina y mirada peligrosa. Eran aquellos policías de la brigada social: si te escuchaban un verso en el que el general ferrolano salía mal parado, fijo, previa paliza, dabas con tus huesos en Carabanchel. La jodida ley de vagos y maleantes”.

Contemos de la niñez de Víctor. Tendría ocho años cuando corrió asustado hasta las faldas de su madre, maestra en Garabás: “Mamá, allá en la cuneta, cerca del regato, hay dos hombres llenos de sangre y muertos”. Era el año 36. El niño, como los sembradores que iban echando semillas en los surcos, se escondía tras los árboles cuando llegaban aquellos fulanos con correajes y camisas azuladas.

Después, como toda su generación, abrevó inevitablemente en el caserón del seminario. 

Pasaron los años. Qué cierto aquel dicho: “Pasas más hambre que un maestro de escuela”. Madrid, siempre Madrid. Garabás en el corazón. “Aún me acompaña el olor a verdura vieja de los largos pasillos de las fondas y pensiones que conocí. Ay, aquella en la calle de La Palma: una habitación con dos camas. Yo tenía alquilada una. La cuestión es que cada mañana me despertaba con un fulano desconocido que había alquilado la otra. Qué propuestas me hicieron: ‘Ven conmigo, hazme de gancho, soy trilero y tiro muy bien las tres cartas’. Otro insitía: ‘Soy carterista, sólo tienes que empujar al pringao”.

(África, como todo el mundo, a cumplir con la patria. Allí con la soldadesca fumó Kif, leyó el Corán y caminó por las arenas históricas del Sáhara con otro soldado y gran escritor, Sánchez Ferlosio. Allí escribió una novela que él subestima pero a mí me cautivó: “Baixo o sol do Magreb”. En el bolsillo siempre, siempre, la libreta y el lápiz a la búsqueda del soneto certero.

Al regreso, ya maestro, Víctor vaga de aquí para allá por poblachones manchegos. En las clases particulares hace recitar: “Una tarde parda y fría de invierno./ Los colegiales estudian./ Monotonía de la lluvia en los cristales”. Por fin, su 124 cruza el “foro” lleno de colegas universitarios. Todos le miran sorprendidos, tan mayor y es uno más.

Después, el retorno a las riberas de Itaca. Garabás. Lápiz y libreta en la mesilla. En los largos insomnios un ruego: “Dáme a luz do teu canto, Rosalía”.)

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