Opinión

Los ojos de Auschwitz

A veces me visitan en mis sueños los ojos fríos de aquel hombre que conocí a finales de los 80. Ay, conversé con él a la búsqueda de las claves de su alma. Qué fulano ruin. Ha sido sin duda el asesino que más conmovió a la ciudad. ¿Recuerdas? El 7 de febrero de 1988 apareció el cadáver de una chica de dieciséis años desnuda a orillas del río Barbaña. Hermano lector, ya sabes de quién hablo. Conocí bien a Luciano Expósito. El asesino tenía 23 años en la noche más triste de la ciudad.

Permíteme que te cuente. Siempre admiré al autor de “A sangre fría”, seguro conoces el libro y has visto la película. Ambos son estremecedores. Lo cierto es que el escritor neoyorquino Truman Capote siguió escrupulosamente durante años los pasos de Dick y Perry Smith. Los fulanos habían asesinado a una familia completa de Kansas. El escritor, obsesivo, los siguió de cárcel en cárcel. Todos saben que se enamoró perdidamente de Perry Smith. Hasta estuvo presente aquella madrugada en que el verdugo le esperaba para ahorcarlo. Perry aún le dijo en español: “Adiós, amigo”. Capote escribió: “El verdadero escritor ha de estar ahí, en el límite”.

Hemingway añadió: “Para escribir de verdad has de pasar por la trena”. También yo di con mis huesos en la prisión de Pereiro de Aguiar. Pecados de juventud. La verdad es que salí decepcionado. A finales de los 80, Pereiro era algo así como un internado. El director, Manuel Arias, progresista, cercano al recluso, cálido siempre y abierto a las ideas manejó el centro con arte y generosidad. Vamos, hasta yo le pedí un día “director, mándeme al Penal de El Dueso, donde penan los fulanos más duros”.

Pero nos pusimos en marcha. Dimos vida a la biblioteca, un recluso recorría las celdas con un carrito lleno de libros. Arias aceptó mi idea de montar una emisora. Hasta transmitíamos una hora en la Cope para toda Galicia. Busqué redactores entre los internos. Recordé a Capote y me fijé en un preso que caminaba siempre solitario por el patio. Ojos vidriosos, caminaba a veces como si el patio fuese un campo minado. Tenía sus razones, había quien quería ajustar cuentas con él. Además, ya sabes, los violadores son los más odiados en las prisiones.

Logré acercarme y conectar con él. Le invité a colaborar en el programa de radio. Para sorpresa mía, aceptó. Fui entrando en su mundo. Percibí su secreta predisposición al abismo. Pensé “cómo el hombre puede desplomarse a la bestialidad”.

Comencé a caminar con él por el patio. Le dije: “Todo fue muy evidente, pero tú jamás reconociste ser el autor”. Él sonrió enigmático, con cierto desprecio. Me arriesgué al desafío de conocer lo peor. “¿Fuiste o no fuiste tú?”, le espeté. “Ya hablaremos, ya hablaremos…”

Un día en la redacción, con gesto arrogante, me enseñó un puñado de cartas. “Lee ésta, lee”. Quedé asombrado, era la carta de amor de una desconocida. Después, despectivo, añadió: “El viernes tengo un vis a vis con esta ‘nenita”. Pensé, cómo es la condición humana.

(Pero te cuento, lo encontré a poco de salir en libertad. Le dije: “¿Qué haces en la ciudad? Lárgate de aquí”. Me respondió: “Todos me lo dicen, pero ésta es mi ciudad y ya cumplí mi pena”. Días después lo volví a ver, traía colgada de su brazo a una mujer. Venían muy puestos de caballo y por fin me contó: “Qué maldita noche, pastillas, alcohol, locura, éramos cuatro, pagué yo solo. Mis colegas me comieron el coco: ‘Eres el más joven, te buscaremos los mejores abogados’. Fueron unos hijos de puta, me abandonaron”.

Ay, ahora mismo sacudo de mi cabeza aquellos lacerantes ojos que me miraron una mañana de 1989 en la prisión de Pereiro. Jamás vi una mirada así. Eran los ojos impasibles de un guardián de Auschwitz.)

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