Opinión

Media de cristal

Escribe Galeano: “A veces me cruzo con hombres que huelen a miedo”. Se refería a los censores. Te cuento, ayer en tertulia hablamos de ellos y su penoso oficio. 

Las cosas eran así antaño. Eran los 70. A veces acompañé al inolvidable representante musical Cholo al Gobierno Civil para cumplir con el orden público. Él era el encargado de la propaganda de las vedettes de la ya mítica sala de fiestas Auria. Cada semana tenía que llevar las fotos de las artistas al despacho de don Francisco. Un hombre menudo, gafas de muchas dioptrías y reluciente insignia de miembro de la Acción Católica.

Allá íbamos, Cholo me dice: “Pon cara de santo”. Enseguida extiende sobre su mesa su impoluta carpeta llena de fotos de mujeres ligeras de ropa y medias de cristal. “A ver qué me traes hoy, Cholo, sólo recibo quejas de señoras de Adoración Nocturna. Me insisten en que las bailarinas que traes son un escándalo y hasta enseñan las bragas”. 

Cholo no se derrota. Es un embaucador nato. “No se ponga así, don Francisco. Mire, mire qué modositas estas ‘flamencas’. Hasta las bendeciría nuestro querido obispo monseñor Temiño”. Con frecuencia salía de allí indemne. Tenía un truco: en su despacho despegaba con manos de cirujano el pequeño plástico negro que cubría las rollizas piernas de las artistas. Ay, la leyenda dice que había dos discretos agujeros tapados con cera. Desde allí algunos canallas contemplaban la intimidad de las vedettes. 

Pero sigamos con la censura. Las generaciones que crecimos con maestros de alas negras, tenemos algo peor que la censura: la autocensura. Lo que te cuento lo refleja bien. Sucedió en mis tiempos de letrista de canciones. Una de las letras que escribí para Miguel Ríos hablaba de temas generacionales. Quizá la conozcas, “Generación límite”. Decía “Y mientras tanto aquí/ palos, ‘grises’ y carreras./ Los militares no bailaban rock”. Conque va a grabar a Londres. Al regreso tuvimos un buen follón. El verso “los militares no bailaban rock” lo había cambiado por un azucarado “los biempensantes no bailaban rock”. Le dije: “Miguel, estamos en el 83, a qué viene esa mansurronería”. Él se quedó pensativo: “Quizás sean secuelas de aquella actuación en Melilla para los militares, hubo mucho jaleo, no pudimos terminar y ni siquiera nos pagaron”. Al final, nos reímos con el verso. “Cambió la chaqueta militar por los senos de una muchacha nórdica”. 

Ay, jodida censura. Pero el sistema traga todo como una serpiente de dos cabezas, una en cada extremo. Eran avanzados los 80 y una poderosa casa de discos quería lanzar una banda de rock potente. Decidieron que el centelleante guitarrista Salvador Domínguez liderase la formación. Era amigo mío y me encargó las letras. Nos fuimos todos al campo un mes y medio, a preparar el disco. Salva decidió llamar a la banda Banzai, el grito de los kamikazes. 

Llegó el día de presentar el trabajo al alto ejecutivo de la discográfica. Dio el ok para la música. Llegó mi turno. Antes de entrar me advierte Salva: “Esas tres letras ponlas discretamente al final, creo que te has pasado tres pueblos”. Allí estábamos aquel hombre de mirada taladradora y yo, frente a frente. Puse los folios sobre su mesa. Leía cada página con lentitud. Al llegar a uno de los temas más salvajes, va el fulano y lo retira a su vera. Lo mismo sucedió con los otros dos. Pensé “estoy jodido, estos tres van a la basura”. 

(Estupefacto me quedé, hermano. El tipo me clava los ojos como espadas. Va, toma las tres puñeteras hojas en la mano, las zarandea despectivo ante mis ojos y me espeta muy altivo: “Mira, colega, estas tres me valen. El resto es muy blandengue, así que a trabajar, protesta más duro, más, escupe, escúpeme con rabia, es lo que vende ahora…”)

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