Opinión

Seis entradas vendidas

Se va jubilando aquella generación que partió en los sesenta a Centroeuropa. Partieron de las aldeas tristes y del arado romano a las deslumbrantes ciudades europeas. Muchos, al regresar montaron bares y cafés en sus pueblos. En un gesto romántico pusieron a sus locales el nombre de las capitales en que se habían ganado la vida. Es frecuente aquí y allá encontrar locales con letreros de “Bar Amsterdam”, “Bar Sttutgart” o “Bar Amberes” . Un día escribí: “Ay, mi gallego presidiario en Dusseldorf”.

Manolo emigró desde San Xés, allá en las faldas del “raioto” Leboreiro, a París. Llegó justo cuando terminaba el mítico Mayo del 68. Aquel sueño juvenil que pretendió cambiar el mundo y puso la ciudad patas arriba. Nuestro hombre comenzó a trabajar precisamente en las calles agrietadas por los motines y limpiando las paredes de los soñadores mensajes de “prohibido prohibir” y “queremos lo imposible y lo queremos ahora”.

Ay, no sabía que borraba las señas del sueño más hermoso del siglo XX. Trabajó muy duro en la construcción. Conoció a republicanos españoles exiliados que esperaban todavía la caída del general ferrolano. Se fijó mucho en los barmans parisinos que atendían con elegancia muy francesa a sus clientes. Quizás fue eso lo que le empujó, años después, a tener su propio local.

Un día regresó para siempre con su flamante Peugeot 504 azul cargado hasta los topes. Con calma buscó el lugar idóneo en que llevar su sueño delante. Quería un sitio que tuviese baraka, suerte, que escuchó decir a los musulmanes. 

Un atardecer, su mujer lusitana se detuvo en una calle. De inmediato supo que aquel era el lugar que buscaba. Allí no podía irles mal. Muy cerca habían nacido los mejores cerebros del pasado siglo. A unos metros, Otero; muy cerca, Blanco Amor, Vicente Risco y Xaquín Lourenzo.

Bar San Xes. Enseguida se recicló en mesonero. En los comienzos, su carácter explosivo le causó algunos problemas: “En París la clientela era silenciosa y educada. Me costó adaptarme a los gritos y actitudes groseras de aquellos tiempos ignorantes. Ahora, en cambio, es casi un placer estar detrás de la barra”.

 Su compañera en la cocina hacía quizás las mejores empanadillas de la ciudad. Estilo propio, con la consumición iba incluida la conversación: “Cierto es que hoy conversar cara a cara es más difícil que hacerlo con el móvil”. Pienso, mi abuela tenía siempre el rosario entre los dedos. Ahora todo el mundo tiene el móvil en las manos. No sé quien será más feliz.

De lo que está más orgulloso es del aprecio de muchos de los artistas que pasaron por su local. Justo enfrente del teatro Principal. “Amparó Baró, por ejemplo, siempre me mandó lotería. Moncho Borrajo engullía, con gran satisfacción, tres o cuatro bocadillos muy cargados de jamón asado. De Nuria Espert no olvidaré su mirada sabia y serena”. Me dice cauteloso, “no lo escribas: fui a llevarle a Raphael las consumiciones que me pidió. Pues mira, me dejó un pufo regular”.

(Hubo días de fracasos y lloros. “A veces alivié a algún actor desolado con mi licor café milagroso. La tarde más triste la pasó un artista gallego. Recuerdo, durante todo el día hubo gran despliegue de material televisivo. Él y su grupo tomaban cerveza alegres, para una gran velada. 

 Faltan 30 minutos para actuar. Llega la taquillera, defraudada: “Solo se han vendido seis entradas, Sr. Reixa”. El cantante golpeó la barra con furia. Los ánimos se encresparon. Manolo no quiere hablar de este episodio.)

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