Opinión

Todos los orgasmos fingidos

Ilustración Alba Noguerol

Puri, la propietaria, que nos sorprende siempre con Édith Piaf y buena música, suele decir cuando llegamos: “Ahí entran los últimos utópicos”. La tertulia la tenemos los jueves en un local de alma irlandesa: The Irish Clan. Hermano, déjate caer por allí, por ejemplo la foto de George V en la pared te fascinará. Somos cinco o seis tertulianos de distinto pelaje, dos profesores, un psiquiatra y dos o tres que nadie sabe a qué se dedican. Montamos unas discusiones del carajo.

El otro día estábamos pensativos bebiendo una buena cerveza. Sólo uno murmuró cabreado algo sobre el aquelarre de los másters. De pronto, entra el último contertulio con gesto airado. Va y nos espeta eso tan español: “Estoy hasta los huevos”. Le da un buen trago a la cerveza y nos dice de carrerilla: “Fijaos cómo estamos de cretinizados. Me acaba de suceder, y vengo cabreado por doble causa. Conducía mi coche a la altura del Couto, como mandan las reglas, despacio y por mi derecha. Zas. Un coche de alta gama que circula veloz se estrella con estrépito. Un golpe seco destroza mi carrocería trasera. Imagínate, bajé con toda la rabia del españolito. Una señora en lágrimas me ruega: ‘Perdone, perdone. Me despisté, ahora le traigo mi seguro’. Intenté mantenerme sereno. El coche estaba destrozado. De inmediato un extenso corrillo de viandantes. Los policías tardaron en llegar. Ahora viene mi gran cabreo. Miro y veo a dos adolescentes impasibles con sus móviles dentro del coche, y eso que había un gran jaleo en la calle. Los policías abrieron las puertas bruscamente pero ellas a lo suyo. Inmutables. Bueno, no os agobio más con mi incidente. Me dolió el golpe, sí, pero me hirió más la actitud de las chicas. Pensé: ‘Ahí tienes el futuro, ellas elijen la pantalla, lo virtual”. 

Otro contertulio cuenta: “Me imagino tu mosqueo cuartelero. España y yo somos así, señora. Recuerdo aquella tarde lluviosa en Londres, yo era un recién llegado, ante mis ojos dos coches se descalabraron. Pensé ‘vaya cantidad de hostias que va a haber’. Pues no, bajaron, se saludaron, cada uno dio su tarjeta al otro con respeto y se fueron”.

El profesor reflexiona. “Tenéis suerte, no vais como yo cada día a la guerra a las aulas. Mis alumnos son poshumanos. Me asustan sus ojos líquidos como si se despeñaran por las redes sociales. Su vocabulario elemental y telegráfico. Han perdido el hábito de discernir. Ya no me enfurezco con la ortografía. Pero os cuento. El otro día les encargué una redacción sobre el amor. Pues aquí os traigo el trabajo de una alumna. Os leo un párrafo: ‘El amor es una antigualla romántica de nuestros padres. Es una vieja reliquia. Para qué quieres a alguien a tu lado si puedes sentir por las redes a quien quieras. Pones los cables en tus sienes y evitas, por ejemplo, sentir la respiración agitada, el desagradable sudor de alguien a tu lado, el abrazo húmedo. Ay, y todo ese cuento. He investigado sobre el erotismo. Una experta sexóloga afirma rotunda: el setenta por ciento de los orgasmos femeninos son fingidos”.

Atónitos, el trabajo de la chica pasa de mano en mano. Interviene otro tertuliano. “En casa, por la noche, tengo la costumbre de leer en mi sillón favorito. Con esfuerzo he logrado tener una digna biblioteca. Mis dos hijos se encierran en su habitación a sus cosas. Me voy a ruborizar, pero os lo cuento. La otra noche disfrutaba yo de mi libro. Mi hijo mayor se acerca y me suelta, casi despectivo: ‘Papá, deja eso, los libros son máquinas medievales y primitivas de conocimiento’. Después: ‘Tienes todo lleno, como si tuvieses el síndrome de Diógenes. Yo creo que es una adicción nociva”.

Irónico interviene el psiquiatra: “Después se van de casa y cuando estamos mayores no nos dejan solos: nos dejan con la artrosis y el reuma. Las funerarias lo confirman, la gente sólo quiere urnas baratas. Conformémonos, nuestra generación será la última que tendrá una tumba y tal vez un epitafio como el de Groucho, ¿recordáis?: ‘Disculpe que no me levante”.

(Pasan dos horas. Hoy la tertulia se llenó de confidencias. Uno de los profesores no ha dicho ni palabra. Por fin confiesa: “No sabéis lo que me duele contarlo. Mi hijo mayor tiene veinte años y es universitario. El otro día quise darle una sorpresa, me costó ahorrar el dinero. Yo había hecho ese viaje cuando tenía su edad. Le dije: ‘Sobre la mesa tienes un billete de avión a Bolivia. Y los autobuses que te llevarán a la montaña, allá a La Higuera. Quiero que conozcas el lugar donde mataron al Che’. Me miró incrédulo. Y me espetó: ‘Déjate de batallas, papá. Prefiero que me compres una buena chupa de marca y una PlayStation último modelo”.)

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