Opinión

Torero del vino

Sí señor, va camino de ser una leyenda. A su cumpleaños, el otro día, no faltó nadie. El ya mítico Arzak afirmó con su vozarrón vasco: “Emilio Rojo hace el mejor blanco del planeta”.

Me quedo cavilando. No es extraño. Siempre tuvo “baraka”, aliento de vida y un dios protector. Pero, te cuento, hablemos de la adolescencia para celebrar el presente. Allá en los sesenta, los dos dimos con nuestros huesos en el anárquico internado del Colegio Cisneros.

Alguna vez escribí sobre él. Un colegio atípico, con “duende” y contradictorio. Tenía los mejores “maestros” de la ciudad. Allí daban clase desde el filósofo López Cid hasta miembros de la Generación Nós como Xaquín Lourenzo.

Lo genuino es que allí abrevaban también los más revoltosos estudiantes de la ciudad. Chicos rebotados de otros centros, otros que llevaban años, tal vez injustamente, colgados de la reválida de cuarto, rebeldes sin causa y muchos hijos de emigrantes que yo escuché llorar por las noches. El centro era el último recurso para padres desquiciados.

Pero rondaba una cierta magia en las aulas. López Cid decía, por ejemplo: “Escribe en la pizarra este poema: ‘Lo que amas, perdura”. Lo cierto es que aquella extraña convivencia funcionó. De allí salieron generaciones que después tuvieron éxito en la vida. Incluso un portero internacional de fútbol. 

En él nos hicimos amigos Emilio y yo. Te juro, Emilio quería desesperadamente ser torero. No sé dónde había conseguido un viejo capote y una deshilachada chaquetilla de matador. No había más remedio. Otros y yo le hicimos de toro en las invernales noches de internado. Recuerdo sus “chicuelinas” y su fervor por “el Viti”. Sus fotos decoraban el reducido dormitorio que compartíamos.

Un día, el maestro Xocas nos habló de Artemis, la diosa de la castidad. Nos impresionó tanto que decidimos perder nuestra virginidad. A duras penas, entre los dos, reunimos doscientas pesetas. Allá nos fuimos. En la calle Villar ellas no querían problemas. Nos veían muy jóvenes. Por fin, una mujer madura, entrada en carnes: “É un compromiso, nenos, pero subide. Quen é o primeiro?”. “Yo”, dijo Emilio mirando ruborizado al suelo. Cierto, no fue como en nuestro sueños. Unos contoneos y en un plis plas nos despachó a los dos. Recuerdo su pregunta: “¿Gozas vida?”. “Sí señora”, respondí.

Pasaron los años. Un día me lo encontré. Para sorpresa mía se había hecho ingeniero. Recordé aquel juramento de adolescentes: “Hay que ser sublimes sin interrupción”. “¿Ingeniero tú, que eres de los que tienen la imperiosa necesidad de nadar contra corriente, lejos de la mansedumbre y sumisión?”. 

Lo presentí. Un día, sin más, abandonó la oficina y su abultado salario.

Ayer estuvo a mi lado. No hubo paseíllo por la plaza de toros. Pero se hizo torero de los vinos. “Tuve una alucinación. En el 2000 me vi caminando entre mis viñas, llevando mi elixir para los dioses.”

 (Recuerdo el primer milagro de Jesús. Fue en las bodas de Caná de Galilea. Se había acabado el vino. María se lo dijo a su hijo. El Maestro mandó llenar las tinajas de agua. Alucinado el sirviente que siglos después se reencarnaría en Emilio vio como se convertía en un prodigioso vino).

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