Opinión

La corrupción

Transparencia Internacional (TI) acaba de publicar el informe mundial sobre la percepción de la corrupción correspondiente a 2014.España, se mantiene en el puesto 37 de entre 175 países. En Europa nos superan Grecia e Italia y si se hiciera un ranking de los 30 países europeos, ocuparíamos el lugar 19. Encabezan el ranking Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Suecia, Noruega y Singapur. A la cola de nuevo Eritrea, Libia, Uzbekistan, Irak, Corea del Norte, Sudán, Afganistán, y Somalia.

El abuso de poder, los acuerdos clandestinos, la opacidad, y el soborno siguen castigando gravemente a sociedades de todo el mundo. Mientras que en los países que destacan por su transparencia existen, y se cumplen, los sistemas de acceso a la información y existen normas exigentes de conducta, donde hay más corrupción es donde la rendición de cuentas brilla por su usencia y donde las instituciones públicas son poco eficaces. 

Las autoridades de esta ONG Internacional en España señalan con ocasión de la presentación del informe correspondiente a 2014 que en nuestro país la corrupción no es sistémica aunque se aprecian en el ámbito político, con la complicidad de determinadas empresas, casos preocupantes que la población tiende a generalizar.

La corrupción es un fenómeno universal tan antiguo como el propio ser humano. La conversión del poder público en una suerte de maquinaria de enriquecimiento personal o de grupo no es algo sólo de este tiempo. El uso de los cargos públicos como plataforma para el lucro, la laminación del adversario o la prepotencia no se ha inventado hoy. El mapa de la corrupción política en España ya ha disparado todas las alertas pero no se ataja con la contundencia necesaria mientras el populismo se frota las manos.

Así están las cosas. Bien está que ahora los partidos pretendan revisar sus “códigos éticos” para endurecerlos y presentarse ante los ciudadanos como instituciones regeneradas. La cuestión, sin embargo, no depende exclusivamente de normas o códigos. Claro que éstas y éstos son bien importantes. Por supuesto. El problema es que junto a las normas y a los códigos, es menester que de verdad se renueven los compromisos democráticos por los dirigentes y representantes y que los políticos se dediquen al bien público, a la mejora de las condiciones de vida de la gente. No a satisfacer el ego personal, el protagonismo y, tantas veces, la cuenta corriente.

Desde luego, no es sencillo que el panorama político español vuelva a recuperar sus fundamentos. No se hará de la noche a la mañana porque se sabe que la corrupción pública ha crecido demasiado en este tiempo y que no se puede extirpar de un plumazo. Más bien, de lo que se trata es de reconocer ante la ciudadanía que algunas cosas se han hecho mal. Que no pocos se han aprovechado de su posición política. Que es menester evitar que el personal se perpetúe en los cargos. Que hay que dar entrada en las formaciones políticas a quienes puedan aportar experiencia y eficacia en la gestión en lugar de primar a aduladores, ventajistas y demás aprovechados.

Bienvenidos los códigos y las normas contra la corrupción porque así la gente sabe a qué atenerse. Bienvenidos si se cumplen o se hacen cumplir en lugar de mirar para otro lado cuando no conviene su cumplimiento. Y, junto a las normas y a los códigos, ejemplaridad en el servicio a los ciudadanos. Buena cosa sería que los políticos bajaran más a ras de tierra, que se acercaran más a la convivencia con quienes de verdad sufren y están excluidos del sistema. Cuando los políticos se ocupan en serio de los asuntos de interés general, entonces ordinariamente no hay tiempo para multiplicar la cuenta corriente ni para el uso interesado del cargo público. En cambio, cuando el fin de la actividad política consiste en el cálculo y en la astucia para permanecer en la cúpula como sea, y si es posible con un buen patrimonio, entonces la corrupción pública, de una y otra forma, con más o menos intensidad, está servida. Ahora, que pena, lo contemplamos a diario.

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