Opinión

Subsidios y dignidad

La acción de fomento del Estado tiene diversas formas y modalidades. La más conocida y extendida es el subsidio o subvención. Una técnica jurídica diseñada y concebida para ayudar a las actividades de los ciudadanos que se juzgan de interés general que hoy, en el marco de una aguda crisis económica y financiera sin precedentes, se usa por supuesto para, valga la redundancia, subvenir a las personas que más necesidades tienen, especialmente a las que se han quedado sin trabajo. Es el subsidio de desempleo que, sin embargo, no alcanza ni mucho menos a todas aquellas personas que no disponen de un trabajo digno.

En España, con un desempleo del 26% de la población activa, uno de los más altos de Europa, el Gobierno debería emplear el 100% de su energía y capacidad a intentar resolver este problema. Por una razón bien evidente: todo ser humano necesita realizar una actividad digna a través de la cual se pueda realizar precisamente como persona. De lo contrario, tendrá una existencia muy limitada aunque reciba una subvención por desempleo.

El combate al desempleo y a la corrupción deberían ser los principales objetivos de un gobierno en una época de crisis económica como la actual. Si fuera verdad, a juzgar por las cifras dadas por la UE estos días, que la corrupción en España nos cuesta a los españoles 40.000 millones de euros, por ahí encontraríamos una buena fuente de fondos para incrementar las ayudas al desempleo y a las personas excluidas del sistema social.

A pesar de estar inmersos en una grave crisis, hemos de reflexionar acerca de la funcionalidad de esta institución de la actividad administrativa porque en el futuro, cuándo salgamos de la anormalidad presente, habremos de caminar por la senda del denominado Estado de bienestar dinámico.

En efecto, la dimensión estática del Estado de bienestar, fuente como pocas de la desgraciada situación por la que atravesamos, ha causado destrozos y no pocos estragos a las arcas públicas. Desde la posición estática, la subvención se convirtió en fin de una acción pública concebida, única y exclusivamente, como sistema de control y monopolio social orientado a la perpetuación en la cúpula de las élites de cada momento. Desde la subvención todo se controló. No había más que leer en ese tiempo cualquier boletín oficial para comprobar las infinitas listas de órdenes de subvención dirigidas a “fomentar” toda cuanta actividad social se consideraba susceptible de control.

Así, entre otras razones, se aumentó exponencialmente el gasto público y junto al ingreso masivo de adeptos y afines a la función pública, se alcanzaron cifras de déficit y deuda pública alucinantes.

Hemos de pensar en regresar a la concepción dinámica del Estado de bienestar de forma y manera que las subvenciones y auxilios cumplan la función para la que nacieron: estimular y liberar las energías sociales radicadas en las iniciativas que parten de un tejido social amplio y creativo. De lo contrario, nos costará mucho recuperar el pulso como país de vanguardia y seguiremos condenado a millones de conciudadanos a una existencia indigna rayana.

En una reciente entrevista, el decano de la Harvard Business School, Nitin Nohria, decía algo fundamental: “Los subsidios de paro o contra la pobreza son imprescindibles. Jamás abogaré por desmontar el Estado de bienestar. Pero si debo explicar que el subsidio por desempleo puede sustituir una parte del sueldo, pero no puede sustituir la autoestima y la esperanza que proporciona ganarse la vida”. La dignidad del ser humano se incrementa cuando se vive con dignidad con un sueldo adecuado al trabajo realizado. Cuándo se aspira a vivir del subsidio, se cercena la esperanza por trabajar de verdad, todo lo más, se aspira, se reclama la renovación del subsidio.

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