Opinión

La fiesta de la democracia

Hoy, 6 de diciembre, conmemoramos un año más el aniversario de la aprobación en referéndum de la Constitución. El espíritu conciliador y pactista que presidió la culminación de aquel período conocido como la “transición” ha consolidado un Estado de Derecho, garantiza la igualdad de todos los hombres y mujeres ante la ley, la autonomía política y funcional de todos los territorios, la integración en Europa y un entramado legal e institucional que ha permitido a nuestro país la estabilidad necesaria para recorrer en estas últimas cuatro décadas el camino irreversible de la pluralidad, la libertad, la convivencia, el progreso social y, por resumirlo en una sola palabra, de la democracia. Nada de esto hubiese sido posible si en 1978 no hubiésemos sido capaces de superar las dificultades del pasado, aparcar las diferencias y mirar hacia el futuro para firmar entre todos un gran pacto constitucional. No hubo en su elaboración posturas inflexibles, posiciones irreconciliables, ideologías dominantes, dogmas intocables, odios insuperables ni propuestas excluyentes. A día de hoy, el balance de aquel empeño colectivo que cristalizó en la Constitución, sólo puede calificarse de positivo. Ciertamente, carece de sentido que a nuestro texto constitucional le exijamos soluciones instantáneas a todos nuestros problemas, porque no hay en el mundo ninguno que pueda hacer eso. Lo que deberíamos preguntarnos es si la Constitución, en sus líneas esenciales, sigue aportándonos las medidas y medios necesarios para dar respuesta eficaz a los problemas y necesidades que hoy se nos plantean. Y mi respuesta es sí. Sí, porque los valores superiores de libertad, justicia, igualdad y pluralismo político que consagra son irrenunciables como fundamento del ordenamiento jurídico y la actuación de los poderes públicos. Sí, porque la Constitución sitúa en el eje de la acción política la dignidad de las personas, sus derechos y sus oportunidades para desarrollar sus proyectos de vida. Sí, porque las garantías de estos derechos están perfectamente establecidas. Sí, porque la Constitución protege las culturas y tradiciones, lenguas e instituciones de todos los pueblos de España. Sí, porque la Constitución apuesta por la consolidación del Estado de bienestar, la mejora de las condiciones de la ciudadanía y el fortalecimiento de las prestaciones sociales. Sí, porque la Constitución establece y desarrolla las reglas de juego que nos sirven para afrontar el presente y afrontar el futuro. En un momento como el que nos encontramos en el que se está poniendo alegremente en cuestión el fundamento sobre el que se asienta la Constitución, conviene no olvidar que nuestro punto de encuentro, el vínculo que une a las distintas generaciones de españoles y españolas, es precisamente nuestra Norma Fundamental y no puede ser de otra manera.

Ahora bien, festejar la Constitución no es sacralizarla ni buscar una excusa para el inmovilismo, ni mucho menos caracterizarla como una verdad o un texto incuestionable. No he defendido nunca una visión totémica e intocable de la misma. Esta efemérides puede y debe ser una buena ocasión para hacer balance de su contenido, de los desarrollos de que ha sido objeto y también de sus disfuncionalidades, carencias, defectos y lagunas susceptibles de mejora, evitando lo que el Prof. Rubio Llorente denomina el “inmovilismo reverencial”, pues la Constitución ha de ser un instrumento vivo y adaptado a la evolución de los tiempos. La reforma constitucional es algo habitual en países de nuestro entorno y así se convierte en algo asumido por la ciudadanía con el fin de revitalizar los principios básicos del sistema. Si peligroso es equivocarse en hacer reformas precipitadas, más peligroso puede ser no acometer las más urgentes y necesarias. Toda norma, y con más razón la norma constitucional, sólo es efectiva si atiende a la realidad de lo regulado. Por su propia naturaleza normativa la Constitución es, en todo o en parte, modificable según las disposiciones que su propio articulado contiene, en el caso de que el pueblo español en uso de su soberanía decidiese acometer su reforma. Las democracias más estables tienen Constituciones longevas. La de los Estados Unidos está a punto de cumplir 230 años y las reglas constitucionales inglesas tienen varios siglos. Por lo tanto la estabilidad constitucional es en sí misma un valor que acerca a la ciudadanía lo que Smend llamaba el “sentimiento constitucional”.

En un país como el nuestro que, en poco más de siglo y medio, conoció nueve textos constitucionales y varios proyectos que no llegaron a ser aprobados, padeció conatos de restauración del absolutismo, guerras fratricidas y dos dictaduras, celebre el aniversario de una Constitución es un hecho extraordinario en sí mismo. Que se olvide esto, que se quiera modificar la Constitución al margen de los procedimientos establecidos en ella, o que a través de la misma se pretendan otros fines, no para revitalizar y actualizar su contenido sino por motivaciones partidistas, es sencilla y llanamente insostenible. No hay nada más antidemocrático que el olvido consciente de la clase política a la ley, de su sujeción a la Constitución. No puede haber razón ni regla alguna que estén fuera o en contra de la Constitución. De todos es sabido que ésta está en el punto de mira de quienes pretenden hacer tabla rasa de nuestra principal norma de convivencia, con intenciones poco claras, poniendo así en riesgo el instrumento que nos ha traído el período más largo de estabilidad y desarrollo de nuestra historia. La Constitución, habría que recordarles, no fue un cerrojo, sino la llave que abrió en España la puerta de la convivencia en igualdad a todos y a todas sin exclusión. Nuestro texto fundamental ha permitido ya a varias generaciones nacer, vivir y morir en democracia. Buena parte del pueblo español ha alcanzado la mayoría de edad o nacido bajo los mandatos constitucionales. De hecho no han tenido conciencia de convivir en un orden político distinto al Estado Social de Derecho que consagra nuestra Carta Magna. La tolerancia, el diálogo político, el respeto a la opinión ajena, a quien no tiene nuestras mismas creencias, la misma libertad de expresión, sus valores naturales, les han venido dados desde 1978 a todos los españoles y españolas. Pueden y deben luchar por el perfeccionamiento de esos derechos y valores, pero no tienen que conquistarlos como sucedió en 1978. Al amparo de la Constitución vigente, con todos los problemas, tensiones y desafíos que se quieran, la España de hoy es algo muy distinto y mejor de la que existía hace treinta y ocho años.

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