Opinión

La raíz

Ya cuesta a algunos aceptar una realidad que el Concilio Vaticano II dejó bien clara y que es la igualdad de todos los creyentes. Nadie es más que nadie. A lo sumo son servicios diferentes a la comunidad. Hay algo que nos iguala a todos los cristianos, desde el papa al último bebé que recibe las aguas bautismales. El bautismo es esa raíz y puerta para los demás sacramentos. La Eucaristía es la fuente y culmen de la vida cristiana, pero una vez bautizados. Por eso es el bautismo un sacramento fundamental en la vida de la Iglesia.

Acaso como fruto de la Edad Media nace el feudalismo y la mezcolanza que ha hecho creer que los grados eran poder muchas veces similar a los de los poderes civiles. Y sobre todo, y ya lo hemos dicho aquí, desde aquella coronación de Carlomagno haciendo tal mezcolanza que era difícil descubrir quién mandaba en la Iglesia, si el emperador o el papa. Nefasta, y triste consecuencia de la confesionalidad. Nada más contrario a las esencias evangélicas y al espíritu de las Bienaventuranzas que tiñe todo el mensaje de Cristo.

Pues bien, el pasado domingo acababa el ciclo navideño celebrando en la Iglesia el Bautismo de Cristo en el Jordán que ahora es el primer misterio de la Luz introducido por San Juan Pablo II. La escena del bautizo refleja la suma humildad de Jesús, que reconoce Juan Bautista cuando le ve llegar entre la multitud para dar ejemplo y bautizarse en el célebre río donde su primo, el hijo de Isabel, se dedicaba a bautizar. Es el ejemplo que marca o debiera marcar la vida y estilo del caminar cristiano. Es la puerta que conducirá a los otros seis sacramentos y sin él sería imposible recibir los demás. Es una fiesta y que cada día se celebra con más alegría e incluso con una parafernalia civil fuera de lugar contraria a aquella sencillez. E incluso en el sumum del disparate, algunos pretenden organizar bautismos y primeras comuniones civiles con todo el descaro. Como aquel concejal que se puso una sotana para presidir una boda, ¡el colmo!

Se manipula el rito sagrado con aderezos fuera de lugar y se olvidan las consecuencias y efectos de este sacramento. Fundamentalmente la lucha por la santidad que supone intransigencia con el mal, insistencia en el bien y el testimonio imprescindible que debiera llevar a lo que decía Tertuliano en el siglo II: “¡Mirad cómo se aman! Mirad cómo están dispuestos a morir el uno por el otro”.

Lo mismo la Didaché: “Si no cumple lo que enseña es un falso profeta”. San Agustín anima a crecer progresivamente en el “amor a los demás hasta estar dispuestos a dar la vida por ellos”. Y San Juan, en su primera carta, lo deja claro: “Sabemos que es verdadero el amor a los hermanos en que amamos a Dios nuestro padre común”, después de afirmar que: “Somos mentirosos si decimos amar a Dios a quien no vemos y no amamos a los hermanos a quienes vemos”.

Pues toda esta doctrina es la que sustenta las exigencias del bautismo.

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