Opinión

Un estilo y nunca la Iglesia

Lo hemos dicho aquí muchas veces. Nunca la confesionalidad de un pueblo acaba bien. El papa Benedicto XVI lo dejaba bien claro en Francia: es necesario abogar por la laicidad que supone una sana aconfesionalidad. Por eso creemos positiva la Paz Constantiniana que brotó del Edicto de Milán (313) y nefasta la corrección que pretendió el emperador romano Teodosio el Grande con el Edicto de Tesalónica, conocido como “A todos los pueblos” (en latín: Cunctos Populos), decretado el 27 de febrero del año 380 y que convirtió al cristianismo en religión oficial del Imperio. Triste decisión para la Iglesia como lo fue la coronación de Carlomagno en la Navidad del 800. La confesionalidad es mala para la Iglesia como lo han sido las de ciertos regímenes de la edad moderna con diversas religiones. Maridajes que a nada bueno conducen. Ante ello algunos pronostican el ocaso de varios credos que lo practican. 

El teólogo José María Castillo, a quien conocí siendo yo seminarista, ha publicado un artículo comentando al historiador galo Fréderic Lenoir. Con un fondo actual, Castillo plantea varias preguntas: “¿Qué futuro le espera a la Iglesia?”. Dice también que: “Se está hundiendo lo que Jesús dijo que se tenía que acabar”. Y sigue con una afirmación que suscribimos muchos: “Mi convicción es que ahora es cuando más necesitamos el Evangelio". Porque Lenoir dice una afirmación muy seria: “Los hombres de Iglesia, deslumbrados por el éxito de su religión, se aficionaron al poder. Es un hecho que la religión está en crisis”. “¿La Iglesia también lo está? ¡Mucho cuidado al responder a esta cuestión! -dice Castillo-, la cosa no está tan clara, si se piensa sin miedos”.

Si la Inquisición desapareció fue debido a que la Iglesia ya carecía del apoyo político ante la separación paulatina del Estado, promovida por el Renacimiento y la Ilustración que clamaban por la laicidad, libertad de conciencia (con claras reticencias eclesiales) y por la cultura de los derechos humanos que, en definitiva, estaban plasmados en el Evangelio.

La esperanza supone la vuelta a los verdaderos orígenes. Porque, como decimos al comienzo, ni el Edicto de Tesalónica ni la Coronación del 800 miran a esas raíces. Antes bien a una lucha de poder y a la gran confusión entre los dos poderes consecuencia que aún hoy pagamos. La frase es certera: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad” (Jn. 4, 23-24) y “que os améis unos a otros como yo os he amado”. “En esto se conocerá que sois discípulos míos" (Jn 13, 14-15).

Por eso la certeza que tenemos los creyentes de que la Iglesia es eterna a pesar de haber pasado a lo largo de veinte siglos por etapas tan malas o peores que la actual. La palabra de Jesús de Nazaret es rotunda y nunca fallará: “Estaré con vosotros hasta el fin de los tiempos” (Mt, 28, 20). Resta volver al mensaje de las Bienaventuranzas, que son el motor de la caridad cristiana y la que hará pervivir y superar obstáculos que parecen insalvable a nivel humano.

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