Opinión

Chica sin ilusión

Recibo una carta de una moza de treinta años, guapa, culta, que me dice ser lectora de mis artículos. Con una acusada sensibilidad, clara exposición y léxico elocuente, tal vez con deseo de que yo escriba algo sobre el particular, me cuenta su frustración, su desánimo, su pasividad, su falta de ilusión, sin ver horizonte mínimamente despejado como si se encontrara con un cuadro de Goya triste, oscuro, con negros nubarrones.

El desaliento de la joven está enmarcado en un problema que pudiéramos llamar de tipo social y afectivo y me recordó aquellos tiempos pasados en los que las mujeres de 17, 18, 19 y 20 años contraían matrimonio cuando la profesión, casi en exclusiva, eran "sus labores". Eran escasas las jóvenes que, al margen de la casa, de sus labores, aportaban un sueldo para arrimar al del esposo, lo contrario de lo que acontece hoy.

El optimismo no es el aliado de esta chica que regenta un dinámico café bar (más bar que café), que antes atendía su padre. Tal vez, dado su bajo estado de ánimo, parece que está hasta el gorro de ver siempre las mismas caras de sus fieles clientes, aunque es consciente de que el negocio le va bien, cosa digna de apreciar, sobre todo en tiempo de crisis.

¿Qué es, pues, lo que pretende esta moza? No se conforma con un pretendiente cualquiera, y no está de acuerdo con el dicho "al que feo ama, guapo le parece". Su deseo es casarse con un hombre que le agrade física y espiritualmente. Los que poseen esta cualidad ¡mala pata!, están sobrados de años. En cierto modo me pide consejo. Y a quien estas líneas escribe sólo se le ocurre pensar que tenga paciencia que no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista, hasta ver si aparece el dandi guapetón, simpático y con buen empleo.

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