Opinión

La corbata del presidente

El flamante nuevo inquilino de la Casa Blanca tiene, entre otras muchas, una peculiaridad que le define socialmente: sus corbatas. Y no nos estamos refiriendo a la variedad de las mismas, a sus diseños, como si fuese el fondo de armario del conocido periodista José María Carrascal, sino a su forma de llevarlas.

La corbata es un complemento que tiene su relevancia a la hora de aportar distinción a quien la vista. Algo similar sucede con otra prenda, el foulard, como el que siempre luce nuestro alcalde y que la ha convertido en un elemento icónico de su indumentaria personal. Pues bien, una corbata hay que saber lucirla. Y no hablamos de sus tejidos, formas o colores, sino sencillamente de cómo se lleva.

Hay una norma básica en la vestimenta: la corbata nunca debe sobrepasar la cintura del pantalón. No debe asomar por encima del cinturón ninguno de sus extremos. La punta de la corbata debe llegar justo a la cintura de quien la lleva, justo en la hebilla.

Pues estas recomendaciones casi nunca las observa Donald Trump. Basta con contemplar sus apariciones en público para darnos cuenta que incumple esta norma esencial. No sabemos a qué esperan sus asesores de imagen para decírselo. A no ser que se convierta en una especie de “marca registrada” que lo identifique, de la misma manera que Pablo Iglesias comparece en mangas de camisa en actos públicos y ceremoniales.

A veces, viendo al nuevo “líder del mundo libre”, y observando sus corbatas -tiene predilección además por el tono rojo, que por ejemplo exhibió en la ceremonia de su toma de posesión-, pero sobre todo, el largo de las mismas, nos viene a la memoria la imagen del desaparecido cantante cubano Luis Aguilé, quien popularizó precisamente la longitud de esta prenda en sus actuaciones.

Es indudable que una corbata bien usada es signo de elegancia y buen gusto, pero también, si no se viste adecuadamente, aunque sea de óptima calidad, puede transmitir un mensaje negativo acerca de quien la lleva.

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