Opinión

Poder mediático, poder político

En una sociedad mediática como la nuestra, la comunicación ofrece una enorme posibilidad a quien quiere posicionar un mensaje. El ceremonial de la Imagen se proyecta quintadimensionado. Esto es, por ejemplo, lo que acontece en todo aquello que atañe a la llamada (a veces mal llamada) clase política, porque en muchas ocasiones le falta clase -o estilo- y a algunos habría que mandarlos precisamente a clases… de buenas maneras. Los espacios en los que se mueve un político, como ocurre con cualquier campaña electoral, atienden a una puesta en escena que responde a unos parámetros previamente definidos y cuyo objetivo es conseguir el mejor impacto popular posible.

Se eligen esos espacios y se selecciona el público objetivo. El mensaje está minuciosamente estudiado y contextualizado según cada audiencia. El político-actor (como protagonista de un acto), esgrime en cada ocasión el mensaje que corresponda y utiliza los medios a su alcance para garantizar su eficacia mediática. El medio es el mensaje, el mensaje es el medio.

El mimetismo político ha llegado al extremo de provocar un impacto en las masas utilizando canales de gran difusión que es lo que sucede con las televisiones, un espacio que además en época electoral concita el interés de una audiencia heterogénea sin moverse ésta de casa.

Todos estos mecanismos están al servicio del político con la finalidad de penetrar en la sociedad a la que pretenden servir, echando mano del “manual” de campaña que no sólo regula los mensajes, sino las formas, que también son muy importantes cuando prolifera la actuación en público, lo que requiere conocer las técnicas de la comunicación y expresión oral y corregir los tics que pueden incidir negativamente o, cuanto menos, restar un poco la eficacia pretendida. Dominar el poder mediático es consolidar el poder político.

Parafraseando a Shakespeare: “El mundo entero es un escenario”. Todo sistema de poder funciona como un dispositivo destinado a generar efectos, en ocasiones comparables con las ilusiones que provoca la tramoya teatral, sostiene el sociólogo Georges Balandier.

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