Blog | El quinto penalti

Zurrando al espectáculo

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photo_camera Los ultras, la cara más visible de la politización del fútbol.

Resucitar este blog de su letargo no es un hecho agradable si, como en esta ocasión, se hace para hablar de algo desgraciado que ni siquiera tiene que ver con el fútbol. La muerte violenta del ultra del Deportivo en Madrid ha despertado, según he podido ver, un torbellino de versiones, críticas y opiniones de diversa índole que, bajo la legítima meta de erradicar esta lacra de nuestro fútbol, se centran en poner nombre y apellidos concretos a los que permitieron que algo tan terrible dejase a un lado todo lo relacionado con los goles y los resultados. Triste es que cada vez vaya menos gente a los estadios y que los pocos que van realicen actos tan desagradables como éste.


Vayamos al fondo de la cuestión y salgamos de este juego del “y tú más”. Detrás de la inmensa mayoría de grupos ultras del fútbol español hay una ideología política, y éste es un factor diferenciador respecto a los conflictos entre radicales de otros países. Comentaban que esta “quedada” mortal -por cierto, me gustaría que reflexionaseis por unos segundos sobre el acto en sí de enviar un WhatsApp a un semidesconocido para reunirte con él con tu grupo de amigos y machacarlo a él y a los suyos; cinco millones de años de evolución humana para esto...- emulaba aquellas tremendas peleas masivas que se producían en los aledaños de los estadios ingleses en los años ochenta. Aquello tenía como fondo diferencias territoriales, que si los de tu pueblo/barrio/ciudad son peores que los míos, que si en esta región mandamos nosotros... Con la salvedad de problemas como aquellos violentos derbis sevillanos de hace unos años, el mundo ultra de fútbol español pivota en torno a la política. Ésa es la cuestión y el germen del asunto en nuestro caso.


No podemos hablar de culpables y víctimas del conflicto cuando todas las personas envueltas en la pelea estaban allí por un propósito, incluido el fallecido. No fue éste el caso de una persona que se topó con la gente equivocada cuando llevaba la camiseta equivocada, ni tuvo como raíz que los Riazor Blues sean de A Coruña y los del Frente Atlético sean de Madrid, sino que es un problema de banderas. No son ningún secreto las afinidades ideológicas de ambos grupos, de extrema izquierda la de los primeros y de extrema derecha la de los segundos, y de igual manera, así se ha producido en numerosas peleas masivas de esta naturaleza por toda la geografía española. Erradicar cualquier implicación política con el deporte es el primer reto a asumir si se quiere solucionar de verdad esta lacra. Etiquetar a equipos de fútbol como “de derechas”  o “de izquierdas”, y con ello a todas y cada una de las personas que los apoyan hiere, y mucho, un universo que ha hecho mucho por la unión de pueblos y que ha brindado instantes de felicidad a muchas personas en momentos complicados.


No nos ayuda nada el contexto en el que nos hallamos. Si muchas de estas rivalidades surgen por identidades nacionales distintas entre unos y otros grupos de aficionados, las guerras que se están librando por canalizar opiniones públicas favorables o desfavorables a la situación política de Cataluña, radicalizando los debates alrededor del proceso, desde luego no ayudan nada. Se me viene a la mente la paradoja del F.C. Barcelona, un club que se autoproclamó pionero en la erradicación de la rama ultra (independentista) de su grada y que unos años después apoya como entidad la reivindicación independentista catalana. Me pregunto qué pensará una plantilla que tiene 13 jugadores extranjeros defendiendo el escudo del club, si a Neymar le pareció alta o no la participación en la votación del 9-N o si Luis Suárez habla a diario sobre la legalidad o no del referéndum.


Pero, insisto, uno no debe señalar a unos sí y a otros no, ya que el problema también tiene sus causas en gestos más inocentes. Hablo de las banderitas que desde hacer unas temporadas se ha puesto de moda poner en las camisetas de los equipos. Todos vimos al Real Madrid lucir en Champions un parche con la rojigualda en el pecho, así como las banderas de autonomías varias encima de los dorsales en innumerables indumentarias, a veces mezcladas con la española, y a veces sólo la nacional. El último grito ha sido adaptar la segunda equipación del equipo a los colores del territorio, como hicieron clubs como el Athletic Club, el Barcelona, el Valencia, el Levante o el Deportivo esa misma aciaga mañana. Bucólico todo ello, pero no deja de dar pinceladas sobre un supuesto posicionamiento sobre quién es más “patriota” y quién es más “separatista”. Todavía no consta que esta circunstancia haya influido en un resultado de un partido, por lo que sigo sin tener constancia que sea necesario mezclar las identidades nacionales con el deporte.


De igual modo, me sorprende la enorme presencia de banderas en las gradas, algo que, con la salvedad de los protagonistas del “Old Firm Derby” escocés, entre Celtic, católicos, y Rangers, protestantes, todavía no he visto consolidado en la inmensa mayoría de los estadios del resto de Europa. El simple hecho de coger una bandera de España que tienes en tu casa antes de ir al Bernabéu a animar al Real Madrid, por poner un ejemplo, me sigue rompiendo los esquemas. Ni yo, ni -supongo- ningún lector de esta entrada hemos jugado nunca en el Real Madrid, pero en el caso de hacerlo, considero que supondría más alentador ver las gradas llenas de banderas del equipo o pancartas con nuestros nombres escritos que una bandera, por muy constitucional que sea. Un club que tanto presume de su globalidad, ¿implica así a sus aficionados de otros países?


Pero incluso en las buenas acciones se buscan estas cosquillas peligrosas. No hace ni una semana que el Rayo Vallecano pasaba al primer plano de la actualidad mediática por ofrecer apoyo económico a una señora de 85 años que acababa de ser desahuciada. La red se llenó de elogios hacia el club madrileño por apoyar a los más pobres y enseguida se le relacionó con la lucha obrera contra el Estado opresor. ¿Por qué, cuando fue una idea personal y privada del entrenador y de los jugadores, se tienen que sacar conclusiones como ésta? No fue un dictado de la directiva ni un clamor de la afición, sino una postura que se adoptó por iniciativa particular. Nos dedicamos a hablar del “Qué bonito es el fútbol” y el “Todos los equipos deberían hacer lo mismo” cuando deberíamos felicitar a la plantilla por tumbar los clichés de peseteros e ignorantes de los futbolistas con un gesto que retrata la condición egoísta del ser humano, más preocupado en quejarse que en actuar, y no al club en su lugar, que tomó sus propias medidas solidarias sólo después de que trascendiese esta acción. Igual de personal fue el pensamiento político de Oleguer, aquel exdefensa del Barça al que se criticó por activa y por pasiva por ser un activo defensor de la independencia catalana, o el de muchos buenos jugadores que renunciaron por ideología a la Selección. No se debe mezclar la iniciativa particular de las personas, ya sea política o social, con la entidad que representan. Como ser racional que es, cada futbolista tendrá su visión particular de la realidad, y ni el patriotismo ni el nacionalismo de unos u otros les ha hecho jugar mejor un partido, así que dejémonos de valorar a los deportistas por sus pensamientos.


Es por ello que el objetivo debe ser otro. Volviendo a la tragedia del Manzanares, las críticas inmediatamente posteriores se centraron hacia la permisividad del club a la hora de aceptar a estos grupos y de incluso facilitarles viajes y el desarrollo de distintas actividades, ninguna de ellas con el fútbol como protagonista. Tienen toda la razón, pero prioricemos. Sólo un club que se manifieste neutro en lo político y totalmente alejado de lo concerniente a unas actitudes claramente ilícitas está legitimado a dejar fuera de sus instalaciones a estos indeseables; que lo hagan, deben hacerlo, pero después de no incitar a nada que no sea hacer disfrutar al que ve los partidos. Es difícil precisar qué actos tienen carga ideológica o no y largo es el camino hasta lograrlo, pero en ello juega un papel fundamental el aficionado. Habrá quien vibre más que otro en un partido, y no se puede renunciar a las rivalidades cuando se enfrentan dos equipos de una misma ciudad o región; disfrutad, sufrid, gritad, animad e incluso insultad al árbitro si se equivoca. Un partido de fútbol es un buen motivo para dejar de lado por un rato todos aquellos pensamientos que no tienen nada que ver con el deporte. Tenemos la suerte de que cada uno es dueño de sus opiniones, pero no intoxiquemos algo que es de todos, que nos gusta, que genera debate sin hablar de política y que ayuda a difundir con facilidad uno de los valores que conservamos intactos en estos tiempos tan duros que vivimos.

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