Opinión

Cuando volar es morir

Eran jóvenes, amaban la profesión y solo contabilizaban como vividas las horas que podían registrar en sus bitácoras. “Volar es vivir”, era su divisa. El resto era baladí. Tenían el más bello de los oficios: poner en riesgo su vida por los demás. 

Ese día les tocaba estar de guardia. Tras los ventanales de la oficina de operaciones el viento chillaba histérico, los cirros se inquietaban barruntando la borrasca. Entomólogos de nubes, supervisores de horizontes, en los criptogramas meteorológicos observaron cómo las isobaras se apretujaban en un ovillo pernicioso. El norte peninsular estaba en alerta amarilla; la flota de bajura permanecía amarrada; incluso los grandes mercantes zanganeaban remolones al amparo de las radas. Era preferible estar abajo deseando estar arriba, que estar arriba deseando estar abajo; lo sabían de sobra. 

 El teléfono sonó cuando la puesta de un sol ya desleído emborronaba el horizonte. Era un “código cero”, alguien moriría en cuestión de horas si no recibía un corazón. Saltaron como un resorte, atravesaron la rampa hasta el avión, y en un alboroto de alabeos, cabeceos y guiñadas se estamparon contra noche.

 Diligentes, silenciosos, como cumple a los héroes anónimos, eran las únicas almas que volaban a esas horas en un cielo tan hostil. Les acompañaban los gemidos de las turbinas, los golpes del hielo contra el fuselaje, las vibraciones y los chirridos de todo el armazón de la aeronave que aun así no impedían el que las agujas de los instrumentos permanecieran atrapadas en su arco verde. En cuanto a ellos, atrapados también en el interior de su destino, ya nada podría hacerles desistir de su misión.

 Volaron a Asturias, recogieron al equipo médico, lo trasladaron a Oporto, esperaron que se terminase la extracción, y, junto con el órgano que haría renacer otra vida que se agostaba inexorable, depositaron a los médicos sanos y salvos de nuevo en el aeropuerto de Avilés. Sí, también ellos, también nuestros pilotos, contribuyen a que los españoles seamos los ciudadanos del mundo con mayores posibilidades de conseguir un trasplante. 

 Con la satisfacción del deber cumplido regresaban a su base en la ciudad del Apóstol. Para la vida, para la muerte y para las novias, como cumple a los valientes, tuvieron siempre un rictus de sonrisa. El Cessna Citation cruzó el cielo como una estrella errante. En 20 minutos las luces del aeropuerto de Santiago emergieron como un vapor de luz. Solicitaron a la torre de control autorización para aterrizar. Pero la meteorología -esa ciencia exacta de lo que ya pasó-, tenía todavía la última palabra. A media milla de la cabecera Norte, el windshear (cizalladura del viento), ese fenómeno tan peligroso a baja cota, los empujó a traición contra el terreno. El ribazo pasó oscuro, mortal, como un astro apagado. Ni siquiera tuvieron miedo a tener miedo. Caballeros del aire, jinetes del cielo, solos, a merced de su destino, en el fondo de sus ojos no hubo señal de desesperación. Volar era vivir. Pero la parca, maldita parca, ya les había besado en la boca al despegar...

 In memoriam de Daniel Fernández Orgaz (35 años, piloto al mando) y Alejandro Bueno Nilson (37 años, copiloto) que perecieron cuando se dedicaban a salvar vidas ajenas. 

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