Opinión

La muerte, un mal menor

Mi cama da hacia el jardín del hospital. Cantando en la enramada me despiertan madrugueros pajarillos. Sobre las copas del arboreto exhibe su copete colorado el astro rey. Rezo. Rezar me ayuda a no pensar. También recito versos: “Estos días azules, y este sol de la infancia”…, era el que llevaba escrito en un bolsillo de su gabán Antonio Machado el día de su muerte. 

He oído que cuando se está a punto de palmar se ve un gran resplandor al otro lado de un túnel. Puede ser. De momento prefiero anidar en esta parte del valle, aunque sea oscuro, umbrío y esté anegado de lágrimas ¡La vida, qué esplendor!: no hay luminosidad comparable.

Manuel, mi compañero de habitación, resopla como un sochantre. Anoche me confesó que tenía ganas de morirse. Pensé que este podría ser su epitafio: “Murió como uno cualquiera./ A las tres de la mañana./ Dormida en la cabecera,/ bostezó su prima hermana,/ la enfermera”. Manuel no tiene mujer, ni hijos, ni can que baile por su herencia. Solo tiene ochenta y cinco soledades. Y azúcar en la sangre. 

Se despierta, se pone los piños, se compone las canas, me sonríe (Manuel siempre me sonríe, ¿será gay?). “Soñé que nos bañábamos juntos en el río”, me dice. La soledad, como el amor, produce alucinaciones… Hoy, si todo va bien, me darán el alta médica. Me ducho entre quejidos: la cicatriz de la toracotomía me recuerda a la cogida de un morlaco. Al salir ya me espera el cirujano. “La placa torácica es correcta –me informa- puedes irte”. Manuel queda cabizbajo. “Sus riñones no funcionan como dios manda”, le acaba de anunciar también el médico.

Pero a Manuel el que sus riñones se rebelen contra dios le importa un rábano; “lo que pasa es que te voy a echar de menos”, balbucea. 

Durante dos semanas hemos sido cómplices de fechorías: la comida era una auténtica bazofia; convencí a mi esposa y nos trajo de extranjis jamón de jabugo, queso manchego y una botellita de rioja: nos dimos un homenaje de tres pares de insulinas... Es hora de despedirse. Manuel suelta una lágrima. “Os llevaré en mi corazón hasta que muera”, dice. Mi esposa también se emociona. 
Quizás la soledad nos hace libres cuando somos jóvenes –pienso, ya en mi hogar, rodeado de los míos-, en cambio en la vejez la compañía nos hace independientes.

Manuel, atrapado en la libertad de poder elegir entre la bulimia y el vómito, no tiene quien le traiga de extranjis un poco de cariño. En la residencia en donde cumple su destierro –y a donde volverá cuando se recupere- a todos se les fue el oremus; por no tener no tiene ni enemigos. 

Pobre Manuel. No me extraña que la claridad del otro lado del túnel lo deslumbre, lo atrape, lo reclame. No me extraña que anhele ese fulgor como el alborear los girasoles. En su día a día no hay más que luces de neón, sombras del ayer y soles olvidados. Ignoro si será gay. Pero es mayor. Y está solo. Tal vez la muerte sea un mal menor en estos casos. 

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