Opinión

Naufragio en Orillamar

Al principio todo era oscuridad, silencio; después áspero chillido, señales de humo, espejos reflectantes; el telégrafo hilvanó el mundo con puntos y rayas durante décadas… Y de pronto, de la mano –larga, porque le usurpó la patente al italiano Meucci- de Graham Bell, para comunicarnos a distancia, llegó el teléfono.

A mi casa, en Ourense, llegó tarde. Mediados de los 60. Se le asignó un sitio preferente en el salón. Al tercer ring ya lo estábamos arrullando. Las llamadas locales eran contadas, las interprovinciales carísimas, las internacionales impensables: había que ir a la Telefónica, pedir vez, esperar horas, llamar persona a persona para no arruinarte y, con suerte, terminar una conversación de tres minutos –tres mil de pesetas: un ojo de la cara- encerrado en un cubículo minúsculo.

Fue durante mi destierro en Venezuela cuando comenzó mi adicción por las ondas telefónicas. Llamaba a mi casa cada mes. Hacía estraperlo. Compraba impulsos en el mercado negro y hablaba más que el corresponsal de TVE. “Hablen”, decía operador felón; era el santo y seña. No se podía titubear, ni preguntar, ni mencionar la coima. Rajar y punto. Las llamadas las asignaban en horas tardías -en España intempestivas: cuatro o cinco de la madrugada-. Nunca supe si mi familia me lo agradecía o se cagaba en ‘nuestros’ muertos cada vez que repicaba el aparato.

De regreso a Galicia, principios de los 80, me traje un radio teléfono portátil para coche. Dos antenas kilométricas, como las de los vehículos oficiales. Y un cante a lo súper agente 007. La peña alucinaba. Los picoletos, lejos de pararme, me daban trato y preferencia de ministro.

Fui de los primeros en en-cargar una mochila ‘Motorola’ cuando llegó la telefonía móvil; pesaba como una mala conciencia; una macarrada maríconísima que además de costarme un huevo de la entrepierna, tenía menos cobertura que una sábana.

El resto es fácil de colegir: Nokia con fax, smarfhone con pantalla táctil, Iridium satelital… La de dios. Lo único que puedo alegar en mi descargo es que, en realidad, yo era un man connection H-24: recibía/efectuaba más de cien llamadas diarias; como nunca tenía los pies en la tierra utilizaba el móvil para dar ‘toma asegurada’ cuando volaba en zonas inhóspitas; y mantenía tres mil contactos en la agenda, a mi entender imprescindibles para gestionar mi día a día.

“¡Sí, sí, tú!”: un mal día me llamaron a capítulo. Me acribillaron a preguntas, me mandaron quitar el reloj, y casi tuvieron que arrancarme el teléfono antes de meterme en el quirófano. Un cáncer, artero como un áspid, me había inoculado su veneno. “El estrés, claro, tiene que ver en los procesos neoplásicos”, dijeron los galenos. “No se descarta que las ondas electromagnéticas…”. Mi mujer no se anduvo por las ramas; al contrario, se fue hasta orillamar y, como los médicos el carcinoma, cortó por lo sano mi tóxica adición a los ‘chintófanos’.

Aquella noche, entre los efluvios de la anestesia, sudé, chillé, maldije. Envejecí. No era para menos: Tres mil personas naufragaron a su suerte en la ría de Vigo: tres mil historias, tres mil recuerdos, tres mil conflictos, tres mil proyectos que se fueron al fondo del mar, donde, mecidas por las olas, también deliraban tiritando las estrellas… Tres años estuve sin teléfono: no se hizo el caos. No se interrumpió el curso de la vida humana. El planeta siguió su órbita.

Ahora tengo un ‘mancontro vulgaris’: la familia, media docena de amigos y un código secreto: el de la manumisión ¡Por fin libre! ¡Por fin puedo conversar conmigo mismo!

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