Opinión

Verano, todo sol y todo soledades

Sentado en un banco del parque contemplo la vida. Un desconocido me importuna: “Uno no tiene un perro, el perro lo tiene a uno”, me dice. El parque esta desierto; las madres han llevado a sus hijos a la playa, a tatuarse melanomas; y el perro se ha acercado a saludarme: le correspondo dándole a olisquear el dorso de mi mano. “Las personas a las que nos gustan los animales tenemos una sensibilidad especial”, prosigue el desconocido; el perro sigue de largo analizando orinas con su hocico y su dueño, por si el estío no fuera ya asfixiante, sigue dándome la brasa: “Las mascotas necesitan de nuestros cuidados también en vacaciones”.

No me gustan los caniches que llevan vida de humanos. Los siete mejores amigos que tuve a lo largo de mi vida tenían la envergadura de un pastor alemán, jamás les cedí mi cama y siempre respeté su espacio para que pudieran recuperarse de mis perradas. Haber probado su vida, no quita que ellos no supieran que eran perros. 

Tampoco me gustan los hombres de diseño. El menda que me dirige la palabra va hecho un príncipe de tales: shorts ajustados, mocasines de piel roja, camiseta de grumete y andar de mira que mono. Un poema (que avergonzaría a García Lorca). Apesta a despecho: tuvo pleitos con su exnovio, me cuenta, a causa de la custodia del caniche: “Errar es de humanos –dramatiza- perdonar es de perros”, y entre ademanes de náufrago y berridos de hombre al agua se va a todo escandalizar porque al chucho le ha dado por mascar unos yerbajos. 

Salgo del parque. Hoy Lucifer ha preferido quedarse en el infierno para poder tomar el fresco. Camino hundido en mí mismo, tanteando las aceras menos calcinadas, recatándome en las sombras que resbalan de los edificios porque con la quimioterapia el sol produce manchas en la piel (para las manchas del alma no hay profilaxis que valga). El azar quiere que vuelva a toparme con aquel remilgado en una terraza: oculto tras unas Ray-ban, como si fuese un bolso de Prada exhibe su perrucho. A su lado, otro que tal baila, parece reprocharle algo. Éste de qué va, me digo ¡Y es que el otro va vestido de primera comunión! Dios los cría y ellos florecen, ironizo… Todo me molesta: cualquier motivo es bueno para hacerme sentir mal: la enfermedad me rebota contra el mundo. 

Sin poder contenerme, como cumple a un merodeador de desventuras (si no conoces la parte oscura del hombre, de qué diablos vas a escribir, me animo) trato de meter la oreja. “Te llamé –le dice el que va de palomita- porque tu padre no cesa de preguntar por ti; no creo que pueda resistir todo el verano, deberías entrar a visitarlo”. 

Y aquí viene cuando me matan: El que va vestido de blanco se levanta, “tengo que volver al trabajo”, dice; cruza la calle, pulsa un timbre y se pierde tras una puerta corredera. Trabaja justo enfrente. Sin duda forma parte del personal sanitario. Justo enfrente hay una residencia para ancianos. 

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