Opinión

Un dios por 25 doláres

Dijo un niño: “Dios, habla conmigo”. Y entonces una alondra cantó, pero el niño no la escuchó. “Dios háblame”, insistió el niño. Y un trueno resonó en el cielo, pero el niño tampoco lo escuchó. El niño miró a su alrededor: “Dios, déjame mirarte”. Y las estrellas brillaron, radiantes, pero el niño no se dio cuenta. El niño gritó con fuerza: “Dios, muéstrame un milagro”. Y una vida nació de un huevo, pero el niño no lo notó. Llorando de frustración el niño dijo: “Tócame, Dios, para saber que estás conmigo”. Dios se inclinó. Y lo tocó. Pero el niño sacudió la mariposa.

Leí este cuento en Bogotá, en un libro que le compré a un buhonero. “La culpa es de la vaca”, se titulaba. Y antes de ayer leí otra historia, esta real, que me lo trajo a la memoria. Tembló en mis ojos una lágrima. A ver si os pasa.

Os pongo en antecedentes: Durante años sobrevolé el país vasco en helicóptero. Grabé para Eitb “La mirada mágica”. Vivía en Durango. Preñada de odio, ETA paría solo sicarios. “Al que joda mucho con lo de la “independensia”, bajo y lo entrego”, les dije un día a los compañeros del programa al pasar sobre el cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo. No les gustó. El general Galindo también había resultado ser un criminal. Como los etarras. Y nadie me rio la gracia. Al aterrizar me dijo el guionista: “Alguien que mata por matar no es un vasco. ¡Es un puto asco!” Y comprendí que en Euskadi, como en España, como en el resto del mundo, hay mucha gente con cojones.

Pues bien, el protagonista de esta historia es vasco, es sacerdote y fue capellán castrense en el cuartel de Intxaurrondo. Con sus huevos y las patatas de A Limia se podría hacer una tortilla para dar de comer a toda España. Un buen día juntó 20 mil euros y se fue al Salvador, el país más violento del planeta, a salvar seres humanos. Escuchad: “No podía soportar que aquellos niños se murieran de hambre. De pronto se me apareció uno de ellos (…) su camiseta, su sonrisa, todo era conmovedor; les pregunté a las monjas qué sabían de él, qué le pasaba. Me dijeron que sus padres tenían cuatro hijas, que el niño tenía parálisis y que habían decidido venderlo a un grupo de traficantes de órganos. Sentí que Dios me ponía ahí para salvarlo. Le dije a la monja: vamos a comprar al niño. “Nos van a matar”, me dijo la monja. ¡Pero si vamos a morir, de un tiro o con parches de morfina!, le dije. Fuimos al monte, a buscar a los traficantes; les pregunté cuánto valía el chaval. Creía que habían dicho 25 mil dólares. Resultó que habían dicho 25 dólares; 25 dólares valía su vida. Agarré al niño por la camiseta, se orinó de miedo. Tenía 14 años. Lo subí a la camioneta, lo abracé, Manuel, le dije, yo estoy dispuesto a dar mi vida por ti. Me miró con tanta ternura que sentí que me miraba Dios”.

Escasas mis creencias, reticente, es aquí cuando se resquebrajan también mis convicciones. El bicho humano –y alguna que otra especie inteligente, como la orca- es capaz de torturar y de matar solo por odio. A veces ni siquiera necesita tal pretexto. Pero solo el bicho humano es capaz, a su vez, de dar la vida por otro bicho humano. He ahí la gran paradoja darwiniana. Ignacio María Doñoro se llama este capellán castrense. ¿O este hombre? ¿O este santo? ¿O este loco al que le arrastran los cojones? Juzgad vosotros. Ya no sé si tengo las defensas bajas, la fe encendida, o alegre el gatillo de las lágrimas... Y es que como me queda algo suelto, en monedas falsas, ando pensando en recomprar mí alma.

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