Opinión

Mi nombre es nadie

Solo se ve bien con el corazón, lo esencial es invisible a los ojos”, escribía Saint-Exupéry, el autor de “El principito”. Me he leído todos sus libros. Aviador y escritor, a pesar de su constante donjuanismo, era un vagabundo sentimental. “No nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve”, puede leerse en 2 Corintios 4,18. Por la fe andamos, no por la vista, y hasta yo mismo tengo serias dificultades para encontrar las gafas, porque para verlas he de llevarlas puestas. 


 Muchas féminas, y también algún que otro anfibológico pelo lindo, tienen la estraña y estrábica manía de taparse un ojo con el pelo. Fijaros y veréis. Lo dejan caer primero sobre la frente, al albur de la usanza peluquera, y luego no paran de remover la testuz para ahuyentar esa mosca imaginaria, aunque peluda y pertinaz, que al parecer les incordia. Nunca sabré qué intentan trasmitirnos con tal espasmódico ajetreo. De entrada, si te tapas un ojo, a tomar por saco la visión en 3D, el campo visual y la amplitud periférica. Que se lo pregunten si no a Polifemo, al que la cenefa del flequillo dejaría tan ciego, como el vino y la estaca de Ulises. No creo tampoco que tenga nada que ver con los famosos illuminati, el umblicus telúricus, el ojo panóptico, ni el nuevo orden mundial. Al menos en el caso de mi oncóloga. 


 Entonces qué será. Todo se vuelve recomendarnos mirar de frente, sostener el desafío óptico, incluso brindar –so pena de diez años de mal sexo- escrutándonos los ojos. Los hinduistas se pintan uno de repuesto en la frente para ver a dios. Anteayer, cuando la oncóloga que me lleva husmeaba en los guarismos de mi destino, yo, intentando colorear aquel silencio en blanco y negro murmuré: Ojos que no ven… Ella me sondeó a través de los mechones de su ausencia y me dejó petrificado. “A veces la ceguera es un don divino -me dijo-; léete ‘Un antropólogo en Marte’, de Oliver Sacks. Acaba de morir de cáncer”.
 Nada había leído de Oliver Sacks, pero así como salí de la consulta me lancé en picado en su procura. Supe que era inglés, científico y literato fifty-fifty.

Que había escrito numerosos best sellers; que le llamaban el médico de las historias. Que tras conocer su mala nueva –terminal-, pensó como un aviador: “He podido ver mi vida como si la observase de una gran altura, como una especie de paisaje”. Que había sido motorista freak, miembro de Los Angeles del Infierno. Que muchos le consideraban, en fin, una figura irrepetible… 
 He aquí pues la triste historia del ojo que no ve, el cíclope y Ulises: ante esta puta vieja enfermedad, todos nos llamamos Nadie.

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