Opinión

Ínsuas de Ribadavia, el paraíso perdido

Hasta mediados los sesenta del pasado siglo los tres ríos que bañan Ribadavia ofrecían en sus cauces deliciosos remansos que fueron el solaz de los vecinos cuando los veranos de antaño constituían la rotunda metáfora del ocio. Diáfanos topónimos cómo El Consello, El Arenal, La Tafona, A Laxancha y O Codesal jalonaban ambas márgenes del Avia a su paso por la Villa, siendo Las Ínsuas en el último tramo de su recorrido, el más frecuentado.

Cómo su nombre indica, consistía el lugar en un complejo de pequeñas islas, las ínsuas, separadas por canales de distinta amplitud, los caneiros, en una zona donde la especial orografía del curso bajo del rio diseñaba los espacios, provistos de su arenal, en los que se iniciaron en el deporte de la braza, bebés, benjamines y alevines, todo rodeado de una profusa vegetación que ofrecía la sombra necesaria a lo largo de la jornada. Se completaba el conjunto con un pequeño roquedal convertido en la plataforma desde la que se precipitaban, en mero ejercicio de exhibición deportiva, quienes pretendían atravesar el Avia de suago

Entre las ínsuas destacaba por su tamaño A Baturreira, la mayor del archipiélago. Fue en sus orillas donde a finales de los cincuenta y por iniciativa de Julio Lira, se instaló en un árbol que reunía las condiciones ad hoc y previo consenso de los asiduos, un trampolín con su preceptivo balanceo para lo cual compró la madera y contrató a dos carpinteros. Se financió la obra mediante el canon de un duro que se abonaba al dar el primer salto y una mañana de domingo, con las Insuas “petadas”, se inauguró entre el entusiasmo general. Recuerdo ahora con agradecimiento retrospectivo, que la grey infantil no pagó una cadela. 

Este entorno de socialización vecinal se complementaba con el paseo hasta el Coto do Frade, ya en pleno Miño e inmediato a la desembocadura del Avia. El nombre de esta gigantesca mole pétrea, desde donde nos lanzábamos para atravesar el río, nos habla de épocas pretéritas cuando los franciscanos, asentados todavía en santa Marta, perdieron a uno de sus hermanos ahogado en sus aguas. Desde entonces, su perfil dibujado en la roca y visible desde el caudaloso lecho, aconsejaba prudencia en lances temerarios. Hoy, después de unas obras de infraestructuras que nos privaron del acceso al solitario paraje, su topónimo y la efigie del infortunado fraile están a punto de borrarse de nuestras coordenadas sentimentales.

La presente imagen,    tomada por Fidel Davila a mediados de los cincuenta, refleja la atmósfera de las Ínsuas en aquellos estíos quietos e inmensos de nuestra infancia. En primer plano y junto a otros bañistas, una jovencísima nadadora en zona de profundidad media, bracea ayudada por los corchos que la mantienen a flote; las pequeñas islas mimetizadas con el entorno se confunden con las orillas, que contaban con una zona para caballeros, donde se vestían los hombres tras el baño, mientras que el género femenino hacía lo propio, con la aquiescencia de la dueña, entre las gavias de una viña inmediata. 

Fuera del objetivo están los rápidos caneiros, que eran otro de los atractivos de este idílico escenario, que quedó anegado cuando los embalses de Fenosa abrieron sus compuertas y privaron a los ríos de su libertad. Actualmente A Baturreira, sola y descontextualizada, nos ofrece el melancólico aspecto de la naturaleza abandonada, por ello quienes fuimos parte de su paisaje y recordando con el poeta W. Wordsworth el esplendor en la hierba (…) y la permanencia de la belleza en el recuerdo, añoramos, desde la perspectiva de estos veranos extraños y mutantes, a Las Ínsuas cómo nuestro paraíso perdido.

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