Opinión

Una del oeste

Pedro Sánchez es un apuesto cowboy en la plaza del pueblo preparado para un duelo al sol con su enemigo Mariano Rajoy.

Acaricia sus Colt 45, y cuando ambos reciben la orden de disparar él lo hace contra sí mismo con tal rapidez que queda como un colador antes de que el otro pistolero, de un lento exasperante, consiga sacar su revólver. A poca distancia un rival de ambos, Albert Rivera, sonríe con malicia porque ya tiene un enemigo menos, y más lejos Pablo Manuel Iglesias, siempre enfadado con todo, también se dispara a sí mismo, pero en un pie. Frente al salón los independentistas catalanes que no consiguieron robar el ganado del pueblo se traicionan unos a otros y se dan unos tortazos monumentales. Parte de sus jefes detenidos en flagrante delito ya está en prisión, y otros los traicionan huyendo por la pradera a uña de caballo.

El suicidio del finado Sánchez comenzó en 2014 al oponerse al nombramiento del sheriff conservador Jean Claude Juncker como presidente de la Comisión Europea, cuando estaba pactado que como contraprestación Rajoy y los suyos apoyarían al socialista Martin Schulz como juez o presidente del Parlamento Europeo. Sánchez rompió el Acuerdo de libre comercio con Canadá (CETA), que la bandada socialista de todo el continente había defendido en el Congreso español y en el Parlamento Europeo.

Sánchez alienta numerosos excesos del nacionalismo, aunque haya patrocinado el artículo 155 en Cataluña; hizo campaña contra Luis de Guindos como vicepresidente del Banco Central Europeo en contra de los intereses de España, y tras otras muchas contradicciones, ahora le niega su apoyo a la socialista española Elena Valenciano como presidente del grupo europeo.

Está muerto, sí, pero su fantasma sigue dirigiendo un espectral PSOE que va desvaneciéndose.

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