Opinión

Útiles dictadores árabes

Hace menos de seis Barack Obama quería derrocar al dictador sirio Bashar al-Asad para apoyar a los militares disidentes de su régimen que, tras la Primavera árabe iniciada a finales de 2010, creó el Ejército Libre de Siria (ELS).

Ahora está dispuesto a sostener a Al-Asad como le proponían Vladimir Putin y el gran enemigo Irán porque aquel ELS ha sido eclipsado por el Estado Islámico, movimiento de fanáticos que pasó de 2.000 combatientes hace dos años a unos 80.000 ahora.

El ESL es, a ojos occidentales, inhumano. Pero su brutalidad genocida es consecuencia natural de la visión más rigurosa y purista del islam sunita, la rama a la que pertenece el 85 por ciento de los musulmanes.

Aunque lo políticamente correcto sea separar a esos asesinos de la doctrina musulmana, el estudio literal de numerosas aleyas del Corán y la aplicación de la sunna crea asesinos rituales fanáticos.

Debe advertirse que con fieles tan estrictos como ellos estos salafistas imitadores de Mahoma practican los cinco pilares del islam, incluida la caridad, pero fuera hacen las guerras imitando a ese profeta, un guerrero que exterminaba tribus enteras de “infieles” opuestas a su doctrina.

Lo que frena a fanáticos así, cuya coherencia doctrinal contemporánea nace con los Hermanos Musulmanes, en 1928, es otra violencia previsora o reactiva.

La de reyes o emires semifeudales, o de militares occidentalizados, el primero Ataturk, y después los filosocialistas egipcios, sirios, iraquíes o libios.

Es una balanza: si el rey o el dictador pierde su poder, llegan los fanáticos que, abrazados a Mahoma, quieren conquistar el mundo.

Es por eso que occidente apoya ahora a Al-Asad, al egipcio Al-Sisi, a los que mandan en el norte de África, y vigila desconfiado del regresionismo democrático del neo-otomano Erdogán.

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