Opinión

Lo peor es el rídiculo

La demencial carrera que ha significado este proceso catalán en huida permanente y cada vez más insensata a ninguna parte, produce efectos tangenciales que avivan aún más la creencia de que los independentistas han contribuido como ningún otro a acrecentar la ruina de una región española antaño próspera y sabia, y para mayor abundamiento y lo que es incluso más doloroso si cabe, que han hecho del ridículo su ámbito más habitual de trabajo. Si el ridículo es su despacho, el ridículo es el escenario en el que se ha movido la política catalana en los últimos años depositada en las manos de una banda de personajes de plástico fino que  representan una comedia cada vez que se mueven o abren la boca.   Los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística son demoledores y demuestran que en el mes de octubre, mientras las visitas de turistas a nuestro país crecían en todo el territorio en torno a un 2%, en Cataluña bajaban casi un 5. Pero los turistas que visitaban a tierras catalanas no cambian de país. En realidad, huyen de un territorio crispado e inseguro y se van a Madrid o Valencia. En Madrid, las visitas turísticas han crecido más de un 7%, el mayor estirón del que se tienen noticias. Ya no solo son las empresas las que se apresuran a poner tierra de por medio. También las personas.

Pero sigo pensando que lo peor, lo más triste, lo más humillante es el ridículo espantoso. La certeza del fracaso, la tristeza del hazmerreír, la dolorosa experiencia del olvidado, la percepción de la caricatura, la sensación de la bufonada. Ese es Puigdemont y toda su tropa, ya más solos que la una, refugiados en un apartotel de Lovaina a 60 euros la noche. Ese es Junqueras y los suyos, obligados a presentarse ante el juez bajando la cabeza y tragando las desdichas de una aventura imposible, fallida y derrotada antes de serlo, metidos todos en una botija de la Guardia Civil camino del Supremo para sentarse delante de un juez y admitir la necesidad y la vigencia del 155, la locura de su causa, la fragilidad de su situación personal y la conveniencia de su libertad a cambio de que ahora ya no son nada. Y ese es Artur Mas, el saltimbanqui del circo, de brinco en brinco por las calles de Madrid, poniendo cara de feroz tras una valla y procurando no distinguirse mucho no sea que le ponga la mano encima la Fiscalía por delitos monetarios. Mas está en la calle y viaja en automóvil mientras los otros entran y salen del trullo en un coche celular. Eso pasa mucha factura. Es, como diría el eximio Valle, la Corte de los Milagros. 

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