Opinión

Los reyes padres

La figura de unos llamados reyes eméritos o “reyes padres” como se les ha conocido también en ciertos momentos pasados, nunca ha sido una figura muy airosa. Se trata de un estado extraordinario que apenas tiene cabida en el sagrado protocolo de la  monarquía porque retrata la condición de un soberano cesante. Es aquel que resigna su corona en vida, y esa actuación no parece muy acorde con los preceptos de una institución en la que el titular del cargo solo deja de ejercerlo cuando fallece, ya se sabe: “el rey ha muerto, viva el rey”.

La condición de eméritos para los monarcas que lo fueron y dejaron de serlo traspasando en vida la corona a su heredero natural, solo la recuerdo yo en toda su dramática y completa expresión, en el caso reciente de Don Juan Carlos, al que una concatenación de hechos  a cual más desafortunado obligo a elaborar sobre la marcha una abdicación expreso antes de que pudieran producirse males peores, y en el caso más lejano de Carlos IV, citado en Fontainebleau junto a su hijo y heredero Fernando VII por Napoleón Bonaparte y protagonizando ambos personajes una situación delirante que terminó otorgando la corona al hermano del emperador francés, el elegante y discreto José conocido por los españoles de entonces como Pepe Botella. Una situación parecida se produjo en el caso de Felipe V aquejado de demencia, al que su esposa la reina Isabel de Farnesio obligó a abdicar en vida en favor del primogénito Luis I. Pero el episodio fue de ida y vuelta. El joven monarca fue coronado, se casó con una princesa gordita que también tenía perdido el seso, contrajo  la viruela, y falleció 229 días después de sentarse en un trono que retornó a su primer propietario, el cual estaba entonces considerablemente más chiflado que cuando lo abandonó. Encerrado en sus aposentos, negándose a comer y a asearse le dejó el reino a la reina Farnesio y se entregó a sus extravíos.

Hoy, los medios informativos informan que los reyes eméritos se han vuelto a encontrar tras un prolongado tiempo de desafección que en realidad puede ser extensivo a la mayor parte de un matrimonio quebrado prácticamente desde sus inicios. Ambos reyes padres se dedican a sus vidas, viviéndolas de espaldas el uno al otro y ambos a la vida cotidiana de un país que les conserva su condición de eméritos pero con el que no tienen gran trato. Ella porque procuró no tenerla nunca, y él porque se dedica a darse la vida padre. Un triste final

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