Opinión

Recuerdos

A pesar de algunas aperturas de comercio, a pesar de que hay una sensación que quiere ser optimista, a pesar de estar en los días en que estamos y el gran esfuerzo que han hecho los comerciantes con sus luces, alfombras y vistosos escaparates, la ciudad parece como triste, apagada, algo así como si formara parte de una neblina melancólica. No hace tantos años, el tiempo vuela, aún antes de la época de la abundancia y los despilfarros, cuando no había que apretarse el cinturón porque ni cinturón había, por estas fechas las calles bullían de sonrisas, de gente menuda que en grupos organizados voluntariamente, sin que nadie tuviese que programarlos, cantaban villancicos y alegraban un ambiente en el que resonaban deseos traducidos en palabras de felicidad para los amigos, los vecinos, los conocidos...

Era un espíritu navideño que salía por los poros de una sociedad que nada tenía, excepto ilusión. Una ilusión que no se sabía de dónde procedía ni lo que la generaba, a no ser la esperanza, pero que vivía dentro de unas gentes que se deseaban lo mejor mirándose a los ojos, sin que mediara entre ellos la lejanía de un aparato técnico último modelo. Todavía los Papá Noeles no inundaban las calles, ni lucían los árboles llenos de colores; no había grandes luminarias, ni nadie escribía sobre si los magos eran tres o veinte o si eran reyes o mendigos. Aquello, como todo lo que compren- día el ceremonial, era una forma de sentir, de anhelar que el mundo se sintiese algo mejor. No imperaba la fiebre de los regalos excepto para los pequeños que eran los auténticos monarcas que sabían esperar a aquellos seres maravillosos que venían de países lejanos para adorar a un niño en cada uno de ellos.

Los juguetes excitaban la imaginación en su sencillez. Sólo los pudientes podían regalar a sus hijos lo más gra- nado del mundo de los sueños. Pero todos los críos, salvo muy tristes excepciones, ese día eran igualmente felices, los unos con una peonza, una pelota, una muñeca, que los otros con un artilugio imposible, porque todo lo que venía era bien recibido. Eran tiempos de calidez interior en los que el corazón latía más acelerado por la emoción del misterio. Ahora parece que la emoción se concentra en un regalo que sorprenda cada vez más a quién lo recibe. Pero nadie, o casi nadie, felicita ya las pascuas al vecino. Pasó de moda. 

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