Opinión

20 años no es nada

La libertad tras veinte años de prisión de un multiviolador abre el debate de su rehabilitación.  Conocido como el violador de la Verneda y condenado a 167 años por 17 violaciones, sale tras haber cumplido el máximo permitido por la ley.

Con una visión polarizada, el ex convicto proclama su enmienda y arrepentimiento mientras Instituciones Penitenciarias sopesa la probabilidad de reincidencia al no considerarlo rehabilitado, sujeto a las veleidades del azar por su presunto consumo de drogas. ¿Presunto? Dudará más de uno. Bueno, cuatro lustros en el caldero no deberían dar opción a consumir drogas bajo la tutela  del Estado,  a excepción hipotética de un corto período con metadona para combatir la dependencia. Pero a juzgar por los argumentos de la Administración relativos a su toxicomanía, y pese a que los delincuentes sexuales no son quienes mejor lo tienen dentro de la convivencia con el resto de reclusos, al interesado le debió dar el ingenio para seguir en la nube o el pedo, lo que siembra la duda de la eficiencia en la búsqueda de la reinserción propugnada por el sistema.

Si preocupante resulta el desarrollo de esa resocialización mientras el titular de la cartera de Justicia mira para otro lado, penoso es que desde ese mismo ministerio -cuyo titular no mostró en los últimos días reparos en legislar en caliente-, tampoco se ha movido un dedo durante el proceso de reclusión, colocando la tesitura a Cano en un tandem con el jefe de pista del Ministerio de Justicia, al que le están creciendo los enanos por empeñarse en sacarle réditos electorales a su circo.

El sistema penitenciario busca redimir. Al menos esa es la premisa de la Constitución aprobada por consenso plebiscitario por la mayoría de los españoles. El Art. 25.2 es diáfano al establecer que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social, invocando que el condenado a pena de prisión que estuviese cumpliendo la misma gozará, entre otros derechos fundamentales, al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad.

La pregunta casi obligatoria es por qué ahora la sociedad se convulsiona sin haber reflexionado durante dos décadas en el caso, dejando claro que enterrar a alguien en un agujero y tirar la llave, lejos de arreglar pospone el problema, sólo demuestra que más cárcel no es la solución. He ahí el postrer dilema de Catalá, el ministro que no tiene quien le escriba. Tan siquiera sus más allegados, que lo han arrinconado en la soledad por confundir el culo con las témporas, creyendo que jueces y fiscales formaban su ejército personal de soldaditos de plomo.

A esta deriva nos tienen archiacostumbrados las lumbreras patrias que pueblan sus posaderas en los escaños amables y acogedores del Congreso y el Senado. Particularmente la tibia seducción del cuero de la bancada azul. Cano Catalá, Ministro y ex convicto. Mientras uno se sacude el bálano el otro aprieta temeroso el antifonario rememorando que la erótica del poder no tienta al que desea, con equipaje facturado por el jefe de gabinete, ser bien recibido en destino, con la ropa flamante colgada de las perchas del hotel y el embozo de la cama invitando a un buen sueño. Antes bien, la erótica del poder sacude al que tiene mal dormir por dejarse en el camino un reguero de cadáveres políticos debajo de la cama, peaje cuasi imprescindible para el trepa, sabedor que de caído en desgracia al cadalso apenas media el lapso a árbol caído del que todo el mundo hace leña.

Y todo por cobrar el sueldo y prebendas aparejados a los más ambicionados puestos del Estado, allanando el camino hacia la jubilación dorada, matando el gusanillo en la rueda de pan y canela de las puertas giratorias. Claro que de todos es conocida la diferencia: el jefe dice ve, mientras el líder enardece con un vamos.  Pero quien más crudo lo tiene es la ciudadanía, que después de todo este cirio ya puede mirar lo que le queda por delante, porque como dice Gardel en su tango veinte años no es nada.

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