Opinión

Del 6 al 21, lotería y Navidad

La celebración del 6 de diciembre con las elecciones del 21-D bajo el telón de fondo de la aplicación del artículo 155 ponen en el punto de mira la reforma de la Constitución, una asignatura pendiente que hoy, más que nunca, no es el simple compromiso bipartidista PP-PSOE, sino una necesidad manifiesta para garantizar la continuidad del país tal como ha sido históricamente desde los últimos cinco siglos.

Que el nacionalismo ha sido la causa de violentas manifestaciones independentistas y lamentables actos de terrorismo es algo que hay que vincular  a la evolución histórica nacional a partir del Alzamiento Nacional  y la dictadura, o cuando menos, el lecho donde mejor pudo prosperar y justificarse.

Pero España ha evolucionado dentro de un  contexto que le ha permitido ingresar, primero en la ONU de manos del general Franco, y posteriormente dentro del resto de organismos internacionales, a la par del resto de los países de su área, a diferencia de muchos otros que aún permanecen dentro de la liga de Países No Alineados. Que el mundo marcha hacia la globalización es un hecho indiscutible e imparable, pero no por ello deja de atentar directamente contra el principio identitario de los pueblos.

El problema se manifiesta cuando autoridades, como en este caso el presidente de la Comisión Europea, confunde al personal con juegos semánticos asimilando nacionalismo con secesionismo, de igual modo que en su momento las potencias invasoras de Afganistán equipararon el término pastún talibán —cuyo significado es sacerdote o puro, observante de la ley—, con el europeo de terrorista. Idéntico juego de palabras materializa Jean Claude Juncker al rechazar los regionalismos, tildándolos de dañinos, cuando en realidad son la mejor fórmula para invocar las raíces, la tradición, los antepasados, la cultura y, en definitiva, la propia identidad.

Esa visión extrema es la que ha llevado a la actual situación de la crisis catalana, que no ha terminado con la puesta en marcha del artículo 155 y la convocatoria de elecciones, que a juzgar por las encuestas le va a estallar en la cara al Gobierno central, no sólo por  su aplicación atropellada sino, por encima de todo, por no haber tenido en cuenta las sensibilidades en relación a la diversidad de los pueblos que componen España.

El nacionalismo y su invocación es la más peligrosa arma política cuando se pretenda nadar y guardar la ropa. Cuando se instrumentaliza como herramienta partidista, acaba dando siempre el eterno saldo de calificar a las nacionalidades históricas de “problema”, no sólo en el caso catalán, sino también con la acusación más o menos velada de la realidad vasca y gallega, proclamado desde el igual de dañino fundamentalismo españolista que, lejos de la igualdad de regiones y ciudadanos, invoca un mapa centralista en el que, bajo la supremacía madrileña,  aspira a un país con territorios satélites al más puro estilo de las provincias romanas. De ahí que consideren las nacionalidades históricas un problema inabordable ya que, en lugar de una convivencia, lo que persiguen es la sumisión, pasándose por el forro los principios constitucionales de igualdad no es la solución al actual conflicto catalán, cosa que ya se ha evidenciado de sobra. 

A la luz de los acontecimientos y con la onomástica de la Carta Magna de frente, hoy más que nunca urge una reforma de la Constitución, lejos de la constituyente populista que hundiría al país en la miseria, es necesario convocar a todos los partidos para redactar un nuevo código que atienda a las necesidades actuales de España y sirva de base para una convivencia dentro del orden, la paz y prosperidad de todos los ciudadanos, sin diferencias regionales y con derechos universales compartidos.

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