Opinión

El cayuco

L a cifra facilitada por el Alto Comisariado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), de alrededor de ochocientos náufragos hundidos frente a las costas de Libia, sorprende por su magnitud, aunque no deja de velar un número aún mayor de desaparecidos bajo las aguas. La proporción del grupo nubla la realidad de un reguero de muertes que, contabilizado por goteo, arroja una suma todavía más alarmante. Porque cuando la cantidad de víctimas asiladas se juntan, el volumen llama a buscar nuevas salidas para el drama de la inmigración ilegal.


Aun así, la verdadera tragedia oculta una verdad aún más espeluznante: una huida hacia adelante y a ningún lado. Jóvenes que se dejan el patrimonio familiar —en infinidad de ocasiones empeñado a prestamistas para sufragar su odisea occidental—, y la esperanza a mitad de camino. Después de recorrer distintos países en las más penosas condiciones, esquivando a militares, guerrilleros, hambre, privaciones, y enfrentándose o en connivencia con grupos organizados de delincuencia dedicados a traficar con ellos. Y qué decir de las muchachas que a todo ese infierno añaden la presión de mafias que las obligan a convertir su entrepierna en el exclusivo pasaporte para salvar la última frontera, obligadas en muchas ocasiones a hacer parada y fonda en Marruecos, donde sufragan el postrer trayecto al sueño de la abundancia vendiendo lo único que les queda, sujetas a embarazarse, esperando para partir a punto de dar a luz con el fin de alumbrar en suelo europeo, garantizándose así un permiso de residencia.


Nadie abandona su tierra por deporte ni por sed de aventuras fútiles, sino empujado por la necesidad, ya sea por la privación como por la persecución o represión. Ningún ser humano en su sano juicio se juega veinte veces seguidas la vida para acabar zarandeado en un cayuco donde vómitos, heces y orines se solapan con vituallas y viajeros, algunos más muertos que vivos, a merced de que el mar, como siempre desde tiempos pretéritos, se cobre su tributo.


Demasiadas veces se obvia la multitud de conflictos que la avaricia colonialista europea sembró en el África y Oriente Medio, cuyas consecuencias se vuelven ahora en contra del viejo continente mediante azotes teñidos de extremismo terrorista o con calamidades como el fallecimientos apuntados. Occidente debe asumir su responsabilidad moral en el espolio y acaparamiento de la riqueza de los últimos siglos, explotación que permanece en la más rabiosa actualidad. La pelota está en nuestro tejado, y a Europa le toca buscar con urgencia una respuesta.

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