Opinión

Con la mirada en el futuro

La historia tiene una extraña forma de repetirse. Pensando en Puigdemont resulta difícil no recordar a Lluís Companys, presidente de la Generalitat y soberanista también, artífice de la declaración del Estado Catalán el 6 de octubre de 1934, con salvedades como su integración en la República Federal Española. Esa misma memoria evoca la imagen de aquel Consejo de la Generalitat tras las rejas,  eso sí, todos ellos muy elegantes y de corbata, al estilo que gravita en la actualidad sobre los responsables del desaguisado actual. Ahora que el dinero demostró ser el factor esencial de la autodeterminación, volviendo la vista atrás se hace patente la inversión a largo plazo planeada por la familia Pujol por nadar y guardar la ropa, utilizando durante décadas los recursos de la administración en alienar a multitud de promociones estudiantiles para, llegado el caso según las circunstancias lo requieran, utilizarlas indistintamente como escudo humano o arma arrojadiza.

De qué otro modo comprender si no que tanto la izquierda moderada como anarquistas y extremistas  apoyaran a muerte a los sucesivos gobiernos conservadores de la burguesía catalana pese al desfalco del 3%, postura en sí misma tan absurda como incoherente. A todas luces el detonante de esta última intentona independentista, que, a diferencia de la declaración de Companys, lejos de su integración en España como estado federal invocaba el reconocimiento del estatus de nación soberana, guarde una relación directa con el ingreso en prisión de Pujol Ferrusola, quien según distintas fuentes  pudo llegar a trasvasar la descomunal cifra de 4.000 millones de euros procedentes del saqueo catalán, transferidos desde bancos andorranos y provocando el agujero que explica el hundimiento en 2016 de la entidad bancaria BPA, al quedarse de la noche a la mañana sin unos fondos que transitaron a sociedades “offshore” panameñas. 

No obstante ese latrocinio continuado del 3% no fue exclusivo de una familia que durante años consideró la Generalitat como su cortijo, sino un desfalco institucionalizado donde necesariamente participó una nutrida representación de lo más granado de esa sociedad política y económica catalana que se vio amenazada cuando la judicatura empezó a estrechar el cerco a los defraudadores. Temerosos del efecto dominó e intuyendo ser los siguientes imputados, jalearon al soberanismo ante la expectativa de tener que abonar a las autoridades españolas cuantiosas sanciones además de exponerse a penas de privación de libertad —más que por un delito continuado por lo que acabó convirtiéndose en una forma de vida—, en la que se yuxtaponen los delitos de malversación de caudales públicos, prevaricación, apropiación indebida y competencia desleal como poco.

Pero el control intensificado del manejo del dinero público como consecuencia de esta última crisis económica no basta para conjurar el riesgo de nuevos conatos independentistas. Antes bien, cualquier nuevo fraude o brecha patrimonial serán espoleta sobrada para porfiar en el autogobierno. La solución parte de entender y aplicar de manera definitiva el actual modelo territorial. La presencia de 17 comunidades autónomas con sus respectivos límites geográficos, presidentes, parlamentos, leyes, cultura y en algunos casos incluso idioma, puede denominarse estado de autonomías o como mejor se prefiera, pero en todos los sentidos no deja de ser a efectos prácticos un estado federado. Soslayar futuros intentos secesionistas debe sustentarse por imperativo en la negociación permanente y actualizada desde el Ejecutivo con los distintos gobiernos autonómicos, llevando al extremo la transferencia de competencias —por desgracia utilizadas en demasiadas ocasiones como moneda de cambio—, como fórmula optimizada de gestión de la cosa pública.

Para todo lo demás, y en particular para aquellos motivados por una visión romántica del nacionalismo no pervertido por la política, el principado de Gerona y el Condado de Cataluña, igual que el señorío de Vizcaya, o los reinos de Granada, Valencia o Galicia, siguen existiendo en el papel  reconocidos por la Constitución, sólo que la dinastía reinante ya no son los Berenguer en Cataluña ni los Borgoña o los Trastámara en Galicia sino la de los Borbones.

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