Opinión

Si yo te contara...

M edio país se hace de cruces con la más que previsible sentencia del caso Nóos, valorando con frustración la escasez de las penas alegando que todo estaba cantado. Un acontecimiento que transitó de esperpento a hoguera de vanidades, con confusos personajes como el fiscal Horrach que primero, ejerciendo como fiscal, actuó como abogado de la ex duquesa y ahora, argumentado el grave riesgo de fuga del mayestático cuñaaaaao, anuncia que va a solicitar su ingreso en la trena. 

Lejos de cuestiones jocosas como si a la infanta le salió a devolver o la poca acertada coletilla de su defensor al afirmar que todos los españoles son iguales ante la ley —comentario que alimenta la sorna con un regusto amargo—, lo que llama la atención es la lectura entre líneas, la interpretación subliminal evidenciando que, como de costumbre, el árbol no deja ver el bosque.
No se trata, por descontado, de la naturaleza intrínseca de la sentencia sino de su proyección, porque induce a pensar que la Justicia, lejos de ciega o miope, siendo tuerta se tapa con el parche su ojo sano.

La apreciación no obedece a que a la postre pocos pisen el caldero frente al baño de sangre que clamaba la muchedumbre, respondiendo más a la sed de revancha que a la invocación de la más pura justicia, sino al precedente reiterado que sienta en relación a la magnitud del delito y del respectivo castigo.

Esta es la primera de las tres consideraciones que resultan del dictamen, que el delito compensa y mucho siempre que se lleve a cabo a gran escala ya que la pena es irrisoria valorando el beneficio obtenido, reduciéndose a escasas estancias a la sombra a cambio de un sustancioso beneficio, sobre todo teniendo en cuenta sentencias no muy alejadas en las que por robar una bicicleta, una cazadora o una gominola  la pena impuesta supera la mayoría de las ocasiones de manera relativa y absoluta a la de los delitos de cuello blanco.

La segunda estimación pone los pelos de punta, a saber, que los ciudadanos se enteraron del proceso Nóos como consecuencia de la investigación del sumario Palma-Arena. Considerando las veinticinco piezas en que se separó semejante caso de macrocorrupción, cuesta aceptar que las autoridades competentes desconociesen todo cuanto estaba sucediendo.  Pero por encima de esa ignorancia, omisión o negligencia, planea el permanente enfrentamiento entre distintos cuerpos de seguridad del Estado y altos cargos policiales que, simpatizando con una u otra formación política, acaban sacando a relucir el peor de los marrones contra el partido contrario, utilizando el delito como arma arrojadiza política en lugar de dedicarse a ejercer su función policial que es para lo que se les paga.

La última lectura es con seguridad la más escabrosa y retoma el principio dictado por el ex político y abogado de Cristina de Borbón, Miquel Roca, al proclamar que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Pues no, porque después de asistir al desfile de multitud de imputados en otros tantos juicios por corrupción, llegando incluso a sentar en el banquillo a un miembro de la familia real, aún hay en este país quien está por encima del bien y el mal, del que nadie vio entrar a ninguno de su clan en el trullo: los Pujol, y no porque sobre más de uno no pesen imputaciones cuya gravedad justifica con creces la prisión preventiva, sino porque es obvio a cuántos les tiembla la nalga a la mínima que el ex honorable acerca el dedo al interruptor del ventilador, dibujando un mapa de conspiraciones que sólo pensarlo ya da vértigo. Y es que evocando al erudito español Jaime Balmes, ¡ay de los pueblos gobernados por un Poder que ha de pensar en la conservación propia!

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