Opinión

Cuando la justicia es injusta

Imidian, Varian, Contergan, Gluto Naftil, Softenon, Noctosediv, Entero-Sediv-Suspenso, son algunos de los nombres bajo los que entre 1957 y 1963 se comercializó la talidomida, un sedante y calmante para las náuseas durante el embarazo, que acabó siendo el responsable de miles de casos de bebés nacidos con focomelia, anomalía congénita que se manifiesta por la carencia o excesiva cortedad de las extremidades. Nunca hasta aquel envenenamiento masivo a las autoridades sanitarias de ningún país se le ocurrió exigir estudios sobre el efecto de los medicamentos antes de autorizar su uso en seres humanos.

La tragedia, cuyas consecuencias afectan aún hoy a miles de personas en Europa, tuvo su origen en el laboratorio farmacéutico alemán Grünenthal GmbH. Pese a que sólo un año después de su comercialización ya había producido una epidemia de neonatos con malformaciones congénitas, no fue hasta 1961 cuando el doctor Widukind Lenz hizo público un informe que relacionaba las malformaciones con la talidomida, siendo rápidamente prohibida en todo el mundo, excepto en España, donde no se retiró hasta 1963, dejando un reguero de damnificados que hubieron de asumir una auténtica lucha por la supervivencia. Personas que tuvieron que aprender a comer, escribir, o limpiarse el culo con un muñón en lugar de una mano, viéndose incapacitadas para desarrollar cantidad de ocupaciones para las que, de no haberse cruzado la talidomida en su vida, estarían más que cualificados.

Promesas, sueños y esperanzas truncadas, a las que en muchas ocasiones se añadió la exclusión social, fruto del anacrónico estigma de purgar un castigo divino por algún hipotético pecado, en aquella España profunda de las oscurantistas décadas de los 50 y 60. Afectados cuya existencia ha sido una constante lucha, una historia de superación en la que nadie les facilitó medios para superar las barreras, reduciendo su vida personal a la dependencia mientras su realidad profesional quedaba infinidad de veces mermada.

A la tragedia personal por la mutilación fetal se une el dolor de las familias, fluctuando entre la impotencia y el sentimiento de abandono de una Administración que nunca ha sabido hacer valer sus intereses, derechos y necesidades.

La Justicia alemana se vio al poco obligada a responder civil y criminalmente de los casos registrados en su territorio. No así en España, donde tras una dilatada batalla legal, más de medio siglo después el Tribunal Supremo se ha inclinado por la farmacéutica germana, argumentando la prescripción del daño, desposeyendo a las víctimas y dejándolas en el arroyo, como si su tragedia se hubiera extinguido con el paso de los años.

El saldo es dramático, los damnificados españoles se han quedado sin ningún derecho a indemnización ni ayuda por parte del responsable del daño, pero aún cuesta más entender que las autoridades nacionales no brinden un apoyo mayor a sus propios ciudadanos. El dictamen judicial seguramente sólo lo comprenden y comparten la docena de magistrados que lo fallaron, frente a las víctimas y el resto de 47.000.000 de españoles que, perplejos, siguen sin aceptar el agravio. Por si no bastara con que Grünenthal GmbH les haya privado de sus brazos y piernas, la justicia española les ha privado de rostro.

A la destrucción sistemática de un ser humano se le denomina asesinato. Quizá el enfoque es erróneo, tal vez no fue una negligencia y posterior omisión que incurrió en tentativa de asesinato masivo sino un delito de lesa humanidad, crimen que no prescribe nunca. En cualquier caso las víctimas deben sentirse arropadas por la sociedad, porque como sentenció Abraham Lincoln para la posteridad, la probabilidad de perder en la lucha no debe disuadirnos de apoyar una causa que creemos que es justa.

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