Opinión

Diciembre, 6

En pugna con el tiempo, el almanaque va empujando los días para acercar a la ciudadanía a la festividad por excelencia de la democracia: la celebración de la Constitución el próximo día 6 de diciembre.

Un texto legislativo que al parecer escuece a muchos, siempre obsesionados con meterle mano. No hay político que no esté obcecado con cambiarla, eso sí, dejando siempre al margen de sus cambalaches al Pueblo soberano.

De manera invariable, ya desde los días de Felipe González, nada más tomar posesión como nuevo jefe de Ejecutivo, cada presidente del Gobierno ha hecho sus pinitos cambiando una palabreja por aquí o un punto por allá, algo aparentemente inocente, aunque cargado muchos veces de consecuencias inestimables.

Baste, para entender los efectos devastadores del aleteo de la mariposa, el conflicto entre  Erasmo de Rotterdam y el papa, que derivó en un cisma que separó para siempre el norte y el sur de Europa, no sólo geográfica sino culturalmente. Y todo por la simple pijadita de una coma en el pasaje donde Cristo consolaba al bandido que con él penaba en el Calvario, prometiéndole que en ese instante lo acompañaría en el Paraíso —según la Biblia paulina, verdaderamente te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso—, en tanto la literatura protestante traslada el signo de puntuación apenas una palabra mas adelante, después del hoy, mudando por completo el sentido de la frase e, incluso, la naturaleza divina crística.

Pues eso es lo que cada cazurro que pone el pie en la bancada azul se empeña en reproducir. Siempre, hay que decirlo, para beneficio de su partido, pero pocas veces por el bien general. 

Pero, ¿debería un simple Gobierno tener la potestad de modificar la constitución a espaldas del Pueblo, sin que la Norma Fundamental del Estado se pueda manipular sin su aprobación ni consentimiento? Sólo existen una excepción a lo largo de la historia de la democracia: la llevada a cabo por Zapatero quien, como candidato a la presidencia, incluyó en el programa electoral tal posibilidad. La mayoría absoluta en las urnas legitimó ese cambio, que estableció un techo de endeudamiento público.

Pero el mayor escollo que presenta para algunos la Constitución es que lleva aparejada la Monarquía. Esta representación de una minoría parlamentaria que desea imponer al conjunto de la ciudadanía sus intereses, olvida que la misma mayoría que prefiere una monarquía parlamentaria como fórmula de Estado, es la que decidió en 1978, mediante sufragio universal, que en España rigiese una corona hereditaria. A nadie pusieron una pistola a la espalda o persiguieron condicionando su voto — ni antes ni después—, constituyendo la más limpia y ejemplar manifestación de la voluntad popular.

Cierto que habrá quien afirme que la Constitución apenas puede ponerse en práctica en un 30%. Que sólo evoca la imagen de un Estado ideal. Pero la verdad es que ese modelo sí es factible. El problema no es la Carta Magna, que no precisa de ninguna modificación. El problema es que España es el país donde más leyes hay y donde menos se respetan. En el país sobran tantas leyes como políticos. La razón por la que la Constitución no se puede llevar a la práctica al 100% radica en que sería necesario armonizar las normas de las autonomías, ministerios; las leyes civiles y penales, el derecho administrativo, las normativas municipales y las europeas para que, en definitiva, hubiese una sola ley común para todos. Así se conseguiría un Estado al servicio del  ciudadano, eficiente y libre de corrupción y de gañanes que, por el interés general, mejor deberían volver a la zahúrda de la que nunca deberían haber salido.

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