Opinión

El árbol y el bosque

En 1990 el guerrismo, capitaneado por el entonces vicepresidente del Gobierno, irrumpió en el curso político en oposición a las propuestas sociales del ministro de Economía y Hacienda Carlos Solchaga, como una más de las crisis internas del PSOE, donde aflorarían distintas corrientes como la candidatura de Joaquín Almunia contra la de José Borrell. El propio devenir desembocó, aún antes de la crisis abierta en el seno de la formación por la dimisión de Felipe González, en una debacle que sacó a relucir todas las espinas dentro del puño del partido de la rosa.

En medio de ese clima de crispación, otra Rosa, en este caso Díez, armó la marimorena en el seno del PSOE, después de acercarse a la asociación Ciutadans de Catalunya, a la Plataforma Pro, y ¡Basta ya!, en su defensa de las víctimas del terrorismo, el Estado de Derecho, la Constitución española y el estatuto de autonomía del País Vasco. El resultado fue que, la que había llegado a vicepresidenta de las Juntas Generales de Vizcaya, se columpió de su ideología original, aglutinando la socialdemocracia con la política social liberal.

Así, otro de los casos sonados de disidencia lo protagonizó precisamente la eurodiputada díscola Rosa Díez, quien, después de que la formación social demócrata no consiguiera volver al redil, fundó su propio partido, propugnando el regreso al centralismo, la transferencia al Gobierno central de las competencias de las Comunidades Autónomas, el control de la emigración, la economía de mercado, las libertades individuales, el Estado de bienestar, la laicidad —entendida dentro del respecto a todas las confesiones a excepción del Islam—, autoproclamándose republicana, monárquica (sic), y patriota, todo ello sin que nadie se echara las manos a la cabeza pese a lo escocidos que quedaban los mojines del PSOE, luego de levantarle ampollas. 

Queda manifiesto que durante la vigencia de UPyD, todas estas propuestas fueron aceptadas por los socialdemócratas como simple reflejo de pluralidad y salud democrática, fruto de las ideas o el desvarío de una hija pródiga algo descarriada aunque, en la base, sindicalista de pro en la Unión General de Trabajadores e indiscutiblemente socialista, a la sazón hija de un obrero metalúrgico encarcelado y condenado a muerte durante el franquismo, aunque posteriormente le fuera conmutada la pena.

¿Le suena a alguien todo este postulado, fundamento del partido Unión Progreso y Democracia, por sus siglas UPyD o, como es tradición, el árbol no deja ve el bosque? La pregunta que se suscita entonces es por qué de pronto, tras la debacle en las recientes elecciones autonómicas del 2018 en Andalucía, la cúpula socialista se ha apresurado a tildar a Vox de extrema derecha, despertando la alarma y llamando poco menos que a la insurrección.

La respuesta seguramente esté en los 400.000 votos que han transitado de los escaños socialistas y de su socio Podemos, a la cuenta de la nueva formación conservadora, que por otro lado, al margen de postulados análogos a los defendidos en su día por Rosa Díez, rechazan cualquier forma de desintegración del Estado, rehuyen del golpismo en cualquiera de sus formas, o se alejan de toda propuesta que no defienda el bienestar social.

Lejos del sesgo interesado de la cúpula socialista, el auge de Vox tiene una sola lectura: el voto de castigo. Y que nadie se engañe, sólo se escarmienta a quien no cumple con su cometido. Sánchez, lejos de admitir su culpa, para variar se limita a eludir cualquier responsabilidad, pese a sus bandazos en general y a ejercer de Manostijeras, cortándole a Susana Díaz la hierba bajo los pies.

La democracia sólo admite la diversidad ideológica y la pluralidad política, de ahí la importancia de la continuidad del PSOE. Su naufragio afectaría gravemente, igual a sus adversarios que a la ciudadanía, y si las bases no lo remedian, el PSOE está condenado por Sánchez a la desintegración.

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