Opinión

El holandés errante

Llevada a la novela, la ópera y el cine, narra la leyenda de un barco que, no pudiendo regresar a puerto, quedó condenado para la eternidad a vagar por los océanos. Portador de las almas de todos los marinos muertos, busca a otras embarcaciones para hacer llegar mensajes a cuantos en tierra quedaron esperando por los desaparecidos.

Sustancialmente no difiere del buque que, con nombre de bebida isotónica, golpeó la conciencia de media Europa hasta hallar, merced al presidente del Gobierno español, puerto franco en Valencia.

Pero lo que se prometía como tierra de Jauja parece haber terminado como el español errabundo, y es que recién iniciada la aventura humanitaria —o no tanto—, ya dio para que Perico se diera de bruces con la realidad, sin dejar claro si fue intento por quedar bien o falta de cálculo por la que se avecinaba.

La cuenta, luego de tantos dimes y diretes aprovechando la presunta bondad humanitaria del nuevo Ejecutivo, se redujo a la más que previsible estancia en el muelle valentino para hacer parada y fonda, recuperarse del cansancio y las hambres, y luego hasta más ver. Porque un mes es el plazo del que dispone el Aquarius para reponer aliento y poner nuevamente rumbo al mar sin destino conocido, salvándose los francoparlantes que consiguieron encasquetarle a las autoridades galas, de las que es más que discutible que a no tardar los despachen de vuelta a sus puntos de origen.

Pedro Sánchez fue por un derrotero equivocado al quedar claro que España no sólo abandonó hace décadas la autarquía sino que, como límite de la Unión Europea, recibe sustanciosos fondos para contener el flujo migratorio hacia el viejo continente. Dinero que incluye, además de velar por la integridad fronteriza, costeando por ende las concertinas.

Subyace en todo esto la tragedia humanitaria a la que se suman la barbaridad de pateras con casi mil inmigrantes ilegales que acaban de arribar a las costas patrias, y que tan en jaque traen a la tranquilidad de unos mientras otros se rasgan las vestiduras.

Pero por un momento seamos sensatos. Ante el temor de que estas gentes modifiquen el país, habría que recordar cuantos emigrantes salieron de España en busca de El Dorado a Europa en la década de los 60 del pasado siglo -y aún recientemente-, sin que ello haya supuesto ningún conflicto cultural ni social para los países huéspedes. Los españoles siguen siendo muy españoles pese a comer pizza y mascalzone, para nada atávica al disponer de empanada y empanadilla, manteniendo inmaculado el conjunto de costumbres que definen nuestra cultura.

Por otro lado, aquellos emigrantes mejoraron y estabilizaron España gracias a sus remesas, pero en ningún momento supusieron  ninguna pérdida para sus países de destino. Cuando un ciudadano compra una barra de pan -sea con su sueldo, subvencionado o hasta me atrevería a decir robado, por si alguien está buscando chivos expiatorios- supone que el panadero ingresa en el Tesoro Público los impuestos que paga el comprador y los producidos por el mismo, el mayorista, el molinero y el labrador. Exactamente los mismos que recauda el erario si la pieza la compra un inmigrante, tanto sea legal como ilegal.

Llegados a este punto habría que empezar a considerar la posibilidad de revertir la pirámide poblacional que pone en jaque el futuro de las pensiones. Qué mejor que venga una riada para  sostener con sus cotizaciones el sistema. Más aún considerando que vendrán a ejercer la mayoría de labores que los nacionales rechazan. Por supuesto el tema da para desarrollar un nuevo Tratado de moral y controversia, aunque como dijo San Francisco de Asís, es en dar que recibimos.

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