Opinión

El hombre de paja

Muchos se preguntarán por la fiebre que le entró a Sánchez por exhumar los restos de Franco, sobre todo considerando las prioridades que tiene el país. O que la polarización de la sociedad se debe a quien defiende el sistema republicano —que no a la II República, fracasada dos años antes de extinguirse—, frente a los que recuerdan los 16 últimos años del tardofranquismo, caracterizados por el desarrollismo, el milagro económico español y la gran transformación de la sociedad española, con toda la herencia instrumental y estructural que no ha podido ser sustituida por ningún gobierno de la democracia. Cuanto más se analiza su actitud menos dan las cuentas: el 65,8% de los españoles  no ve ninguna urgencia en el traslado. ¿Por qué pues, contra esa mayoría absoluta, se empecina cerrilmente el Presidente en remover unos huesos resecos desde hace ya 42 años?

Todo eso sin contar la cara que se le podría quedar a más de uno al saber que antes de aprobar la Ley de Memoria Histórica en 2007, en negociaciones entre Zapatero y Carmen Franco, la familia del Generalísimo no se opuso al traslado de los restos desde su actual ubicación —siempre y cuando se hiciera con respeto a los restos mortales y sin publicidad—, ya que la voluntad del Caudillo había sido siempre la de reposar junto a su mujer en el cementerio de Mingorrubio, en municipio madrileño de El Pardo. Su inhumación en el Valle de los Caídos fue decisión exclusiva del rey Juan Carlos I.

A la luz de estos antecedentes no hace falta profundizar demasiado para comprender qué es lo que pasa por la mollera del inquilino de Moncloa, al centrar sus esfuerzos en algo tan escandaloso, sin que por otro lado no haya dado ni un paso en solucionar nada.

Sánchez llegó a la Presidencia sin un proyecto, apenas movido por un rencor ciego contra todos y contra todo. Lejos de respetar su compromiso de disolver las Cortes y convocar elecciones tras la moción de censura que mandó a casa a Rajoy, se enquistó en el poder hasta hacer imposible definir donde empieza o termina el cuero del escaño y la piel de su culo. Pero además de desembarcar en el Congreso sin ningún voto, lo hizo en minoría, lo que igual le obliga a rendir vasallaje que a otorgar derecho de pernada a quien se lo exija. 

Consciente Sánchez de que rascar 5000 mil millones para darle cuatro céntimos a los jubilados sin aliviar su penuria tiene un coste excesivo para un rendimiento político nulo, andaba atareado en encontrar hecho que lo catapultara a la Historia.

Y ahí es precisamente donde entra en danza su socio mayoritario Pablo Iglesias quien, como instruido politólogo y hábil en el manejo de masas y vanidosos, lo convenció de lo beneficioso que para él sería el impacto obtenido por trasladar los restos del dictador ante la expectativa de no tener norte ni programa, aprovechando Iglesias para arrimar el ascua a su sardina. 

Porque esta es la cuestión de fondo. El hombre que maneja los hilos del guiñol, consciente de que lo que desgasta no es el poder sino la oposición, después de convertir a Pedro Sánchez en su hombre de paja, para alcanzar desde la sombra su ambición más manifiesta. 

Echando mano de ingeniería legal y malicia parlamentaria, después de haber utilizado a Venezuela como laboratorio de sus experimentos, al más puro estilo bolivariano, de un golpe ha anulado al Consejo General del Poder Judicial, y del otro ha estrangulado al Senado, zarandeando la separación de poderes y haciendo tambalear la democracia.

Iglesias ha manipulado a Sánchez como a un monigote para conseguir su ansiado sueño de involucionar a España hasta los días anteriores al Alzamiento Nacional para asegurarse que, en honor a Largo Caballero, en cada edificio público ondee la bandera soviética.

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