Opinión

El miedo

Los 80 marcaron un hito para una sociedad que vivió una década de albedrío y bonanza jamás repetida. El europeísmo y la integración en la Comunidad Económica, el fin de los monopolios y las subvenciones millonarias para desmantelar la industria agropecuaria y piscícola. Las nuevas comunicaciones. El paradigma de la más pujante red de autovías enlazando los extremos más alejados del país. El precursor de la alta velocidad, uniendo por tren Madrid con Sevilla. La llegada de las cadenas de televisión autonómicas privadas. La estocada final a un rural que agonizaba, transitando del zinc y la madera al plástico... Pero también una nueva conciencia ciudadana frente  a la elección de opciones políticas, la exigencia de una transparencia que igualara a los representantes públicos con los electores, o la lucha por las libertades y derechos civiles, desde trabajadores públicos y privados a estudiantes,  amas de casa, e incluso sectores siempre obviados como huérfanos, discapacitados o presidiarios.

Aquel soplo de aire fresco pronto fue mutilado con un aluvión de ese tipo de leyes que en su desarrollo se derogan a sí mismas pero que permite a quien las conoce beneficiarse de la trampa, alimentando mediante el miedo una existencia cada vez más limitada. Bajo el neologismo de prisión permanente revisable no se oculta otra cosa que la cadena perpetua, además del flagrante fracaso como sociedad para reinsertar a los excluidos al no juzgar a un imputado por matar, robar o violar, sino por transgredir un modelo de convivencia que no necesariamente busque justicia ni ecuanimidad, ya que la ética es tan elástica como transitoria la moral.

¿Pero, beneficia realmente al conjunto de la nación la demanda bárbara e involucionista de la implantación de la cadena perpetua por parte de un puñado de amedrentados? En perjuicio de España está claro que avezados políticos y otros interesados fomentan el terror a que no más de una veintena de delincuentes puedan acogotar a una población de 46.000.000, cuando hasta para el más simple se hace evidente la imposibilidad de que ese corpúsculo pueda poner en jaque a tan voluminosa mayoría. 

Aún así —con el beneplácito de tan insignificante representación de vengadores sociales, psicópatas potenciales, acojonados mentales y otros descafeinados indefinidos—, el vocerío de esa facción  facilita al legislador redactar normas que solo sirven para limitar los derechos individuales de la mayoría silenciosa, cuyo temor no es un microscópico puñado de delincuentes sino esa otra minoría que se apresura a calificar de facha a quien, frente a la imposición de sus absurdos, ejerce su derecho a disentir. Nada que extrañar, al fin el fascismo no es el libre ejercicio del pensamiento sino la obstinada insistencia de esos pocos exaltados por imponerse a todos.

Basta echar la vista a remedios de la dictadura para entenderlo: crear un  nuevo Lute como José Enrique Abuín —alias el Chicle—, pintándolo como una amenaza potencial para 23.000.000 de mujeres, sólo sirve para romper la cohesión de la conciencia social facilitando que las oligarquías refuercen sus intereses espurios. Así de fácil resulta distraer la atención de los temerosos ya que la prisión permanente revisable no protege a nadie ni va a lograr una sociedad más justa ni segura, al contrario, se limita a alimenta la paranoia de que cada español se enfrenta a 45.999.999 agresores potenciales, mostrando a nuestras instituciones como más despiadadas que el propio delincuente.

Empatizar con los allegados de las víctimas debe tener el límite razonable no vendar los ojos borrando los sacrificios de las generaciones pasadas en la conquista de unos derechos sociales que trascienden al presente y que ponen en  peligro las garantías del futuro. Es hora de desafiar a esa idea de lo políticamente incorrecto que pretenden hacernos tragar como ruedas de molino una minoría, porque los derechos, como la libertad, sólo los tiene quien se atreve a defenderlos, y para quien dude que se documente con Jean Jacques Rousseau.

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