Opinión

El paciente de Berlín

Los años 80 amanecieron golpeando con fuerza la tranquilidad del mundo industrializado. La imagen terminal del actor Rock Hudson reveló al mundo la existencia de una temible pandemia que aniquilaba tras una terrible degradación física. A la imagen del galán de Hollywood se unió en la ficción, bajo el título de “Philadelpia”, una cinta que, protagonizada por Tom Hanks y Denzel Washington, ponía el dedo sobre la llaga de una enfermedad que aprovechaba prácticamente todo fluido corporal para propagarse, haciendo llegar a las conciencias una realidad devastadora.

La infección del VIH llevó a encendidos debates y controversias, divagando acerca de su origen, Kinsasha en los años 60, cobrándose casi 40 millones de vidas humanas e infectando de manera endémica al África subsahariana. Este génesis, sumado a los grupos de riesgo iniciales, desencadenó todo tipo de especulaciones, llegándose incluso a barajar que su fuente había sido un arma biológica desmadrada de las pipetas y los tubos de ensayo, apuntando a la industria bélica estadounidense. La reacción de la comunidad científica fue, como cabía de esperar, inmediata, empleándose la pléyade de investigadores en desentrañar los misterios del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida o sida -AIDS en su denominación inglesa-, transmigrada desde un primate al ser humano en el Camerún hacia 1920, generando una profusa literatura especializada, frustrantes ensayos farmacológicos, y ríos de tinta en editoriales legas que popularizaban un monstruo capaz de poner en jaque al mundo.

Pero mientras en Occidente se extendía el uso de retrovirales, los grandes olvidados serían los eternos desheredados de la cartografía colonial, convirtiendo al Continente Negro en el reservorio de un virus que hacía de manera endémica portador -cuando no blanco de la enfermedad-, a una población expuesta por la ignorancia, los conflictos étnicos y los condicionamientos religiosos, sumados a la pobreza más galopante, transformando a medio continente africano en terreno abonado donde el VIH afecta a la mayoría del censo poblacional, sin que al margen de alguna ONG, se haya movilizado desde entonces ningún medio para paliarlo.

Pero mientras en Occidente continuó la carrera por una cura eficaz, por pura serendipia en el 2008, el sidítico Timothy Brown -bautizado como Paciente de Berlín-, se convertiría en el primer caso mundial de curación total del sida, tras un tratamiento con células madre para tratar su leucemia. Su caso marcó un punto de inflexión en la investigación, orientándose partir de entonces hacia la terapia genética hasta que, el presente 16 de octubre, se hizo público el resultado de los trabajos del Instituto de Investigación del Sida IrsiCaixa de Barcelona y del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, cuyos científicos lograron que seis pacientes infectados con VIH eliminaran por completo el virus, mostrándose indetectable en sangre y tejidos, evidenciando uno de ellos incluso que ni siquiera tiene anticuerpos y abriendo una esperanza en la lucha contra la pandemia.

Tras tan alentadoras noticias caben dos reflexiones. La primera reprocha a los sucesivos gobiernos españoles la escasez de medios para investigación, exponiendo a los investigadores universitarios, verdaderos motores del conocimiento, a una penuria de recursos apenas paliada por fondos de empresas privadas que luego se enriquecerán gracias a tan exiguas inversiones.

La segunda observación invoca los principios morales y los derechos humanos más elementales. Ahora que el mundo industrializado se asoma a la solución, ¿quedarán nuevamente los africanos en manos del Destino? Porque si Occidente no aporta una respuesta como piensa evitar el resentimiento cainita de las víctimas. Si no se empieza a abrir la mano con generosidad será inevitable la invasión por hordas de inmigrantes ilegales. Occidente no ha dejado de tirar de la cuerda hasta romperla, condenando a la indigencia a los principales productores de alimentos y materia prima, mientras la evidencia revalida que no hay ejército que contenga la desesperación y el hambre.

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